La cita
La gran puerta del almacén se cerró detrás de él con un estruendo. Gael miró al cielo. Los sensores de sus gafas le transmitieron que no había ni una nube. Sentía que el sol caía a plomo y podía notar las gotas de sudor recorriendo su espalda. Se llevó la mano izquierda a la frente. Aunque le habían dado antibióticos y antipiréticos, todavía tenía fiebre. Le hubiese gustado permanecer en la improvisada clínica unas horas más, pero, tras quitarle el brazo derecho, Gael ya no tenía más que ofrecer a los ocupantes de la nave industrial. Le habían cosido la herida y se la habían hecho cicatrizar tan rápido como la tecnología que tenían se lo había permitido. Luego, le habían pagado, le habían dado unas cuantas pastillas más y le habían invitado a salir.
Se miró el muñón. Podía distinguir su forma redondeada. Se lo habían vendado y lo tenía un poco inflamado. No lo sentía. La anestesia aún le surtía efecto. No era la primera parte de su cuerpo que perdía, pero todavía era demasiado pronto para saber si también echaría de menos aquel brazo que le había acompañado durante veinticinco años. Lo había vendido a buen precio; los restos de conexiones y cables que tenía eran muy valiosos. Se los habían dejado los médicos que le habían operado hacía seis meses, antes de ser expulsado de la isla, para sacarle el procesador y los demás componentes que llevaba en él. No podían extraerlos sin dañar de forma definitiva músculos y nervios, por eso, tal y como recogía la Cláusula de No Marcha Atrás del Contrato, sólo le habían extirpado las partes vitales del ordenador que le estaban instalando. Cuando Gael descubrió que tenía una posibilidad de volver a Neo Icaria, vende su brazo lleno de restos le pareció un precio bajo para obtener el dinero que necesitaba para cumplir sus objetivos.
Las gafas le transmitieron que ya había pasado la una de la tarde. Entonces, Gael dio una orden verbal al sistema para que buscara la mejor ruta a pie para ir hasta el Tibidabo. El resultado que le ofreció era un camino de más de tres horas, saliendo de Zona Franca, cruzando Gran Via y recorriendo Sants, Les Corts y Sarrià hasta Vallvidrera. Con aquel calor, no era un buen momento del día para dar aquel paseo y sabía que, con la fiebre que tenía, era muy posible que las tres horas se acabaran convirtiendo en cuatro, pero, tan cerca del invierno, el sol se escondía poco después de las cinco, y era mucho mejor intentar llegar al punto de encuentro mientras todavía se viese. Si se le hacía de noche por el camino, los sensores de las gafas empezarían a fallar por la falta de luz y quizás no llegaría a tiempo a su cita.
Dio un paso y perdió el equilibrio un momento. Se detuvo para recuperarse. No tenía muy claro si había sido por la fiebre o porque su cuerpo debía acostumbrarse a compensar la falta de peso del brazo derecho, pero respiró hondo tres veces y reanudó la marcha con decisión. No podía permitirse ser débil en aquel momento: debía regresar a Neo Icaria, debía vengarse de la maldita Stumph Corporation y debía encontrar a Arnau para decirle que todavía le quería.
*
La camarera llena de agua las dos copas que hay en la mesa con una sonrisa y se retira. Arnau le da las gracias y vuelve a clavar sus ojos marrones en Gael. Él sonríe y, algo avergonzado, se vuelve a contemplar el paisaje. Las vistas desde la terraza del restaurante son espectaculares. Desde esa altura puede ver el mar a su izquierda y la ciudad, todavía iluminada, a su derecha. Se queda un instante mirando a la Sagrada Familia y su alta torre central y, mientras se pierde en su forma, Arnau le repite la pregunta.
—¿Te gusta Barcelona?
—Me gusta así —contesta—, de lejos, desde arriba, de noche. Como un cuadro.
—Entonces, no te gusta —ríe Arnau.
Gael se lo piensa un instante antes de replicar.
—No, no me gusta. La isla es mucho mejor. Barcelona es sucia y brutal si no eres nadie.
—¡Venga, hombre! —Arnau le mira, divertido—. Tú sí que eres alguien. Hoy, por ejemplo, eres mi cita y yo estoy más que dispuesto a descubrir quién más eres, qué escondes.
Al oír cómo se pone rojo, Gael coge la copa y bebe agua mientras desea que él no note sus nervios.
—¿Por qué no te gusta la ciudad?
—Cuando has tenido que vivir en sus calles y has dormido en sus parques —se explica Gael—, deja de ser bonita. Es como un cuadro viejo con la pintura agrietada. Si lo observas desde la distancia, todavía puedes dejarte engañar por el conjunto, pero al acercarte sólo ves polvo, humedades y grandes secciones del cuadro podridas.
—Así que viniste a Neo Icaria huyendo del resto de Barcelona, ¿no?
De repente, el alumbrado público de la ciudad se apaga. Son las diez y sólo quedan iluminados los lugares de propiedad privada como la Torre Glòries o el Park Güell. El Eixample y el resto de los barrios han desaparecido. Gael piensa que Neo Icaria se ha convertido en la mayor de las islas de luz de un pequeño archipiélago que parece flotar en la oscuridad.
—¿No me vas a contar tu historia? —insiste Arnau.
Gael lo mira. Le gusta el mechón de pelo castaño que se le cae sobre la frente. Se deja absorber por su sonrisa perfecta durante un segundo. Suspira y le dice:
—Mi historia es muy típica, ni muy alegre ni muy triste, pero si la quieres escuchar...
Mi padre murió cuando yo tenía doce. Vivíamos en El Bon Pastor, junto a la Riera del Besòs, en un piso pequeño y viejo. Él escribía, ¿sabes? Bueno, hacía contenidos para portales de internet y revistas digitales. También hizo guiones para una serie infantil de realidad virtual: «La Tienda de Juguetes Espaciales». ¿La veías? Pues mi padre escribió algunos capítulos.
Cuando nos quedamos solos mi madre y yo, todo empeoró. Su sueldo no era muy alto y tuvo que alquilar una de las habitaciones para no tener que irse. El piso sólo tenía dos dormitorios, así que pasé mi adolescencia compartiendo habitación con mi madre. Sí, ríete, pero no fue muy divertido, la verdad. Por suerte, ella trabajaba de noche y... ¿Cómo? ¡Ah! Trabajaba en un almacén de ropa, moviendo cajas. Bueno, pues trabajaba de noche y, por suerte, no tenía que oírla roncar y tenía ciertos momentos de intimidad. Ya sabes que en esas edades son necesarios.
Así que fueron pasando los años y por casa fueron pasando todo tipo de inquilinos: hombres, mujeres, mayores, jóvenes... Entonces llegó Pau, un chico de Banyoles que venía a estudiar a Barcelona, a la universidad.
Mi madre le aceptó porque yo, por aquella época, no era mucho de estudiar; pasaba las tardes muertas con los amigos bajo los puentes de la riera y ella esperaba que Pau fuera una buena influencia. Él tenía diecisiete, a punto de cumplir los dieciocho, y acababa de empezar una ingeniería. Yo tenía dieciséis, mucho aire en el cerebro y demasiada sangre entre las piernas.
Me enamoré en cuanto entró por la puerta. Era más alto que yo, rubio, tenía los ojos verdes, era atlético... Parecía un guapo de esos de las películas. ¿Qué? No, en aquel momento yo no sabía qué le iba, pero no tardé mucho en descubrir que le gustaba prácticamente todo y tardé bastante poco más en tirármelo.
Fueron unos meses muy divertidos. Recuerda que mi madre trabajaba por las noches, así que Pau y yo teníamos vía libre para disfrutar del piso con mucha tranquilidad. Sí, efectivamente: hasta que mi madre nos pilló.
Mi madre era, bueno, es una mujer muy religiosa. Se ve que cuando era joven no creía mucho, pero tanta pandemia y tanto desastre la llevaron a encontrar a Dios cuando ya estaba en la treintena. Sí, una radical de estas de nuevo cuño que cree que todo es un castigo divino por la inmoralidad de la sociedad. Así que ya puedes imaginarte la gracia que le hizo descubrir que tenía un hijo maricón. A Pau lo echó, obviamente, y a mí... Pues también.
Pau encontró otra habitación y estuve con él unos días, pero, de repente, lo que teníamos ya no era lo mismo. Yo buscaba trabajo, él estudiaba, sus compañeros de piso se quejaron de que estuviese por allí, discutimos y un par de semanas después ya estaba en la calle.
Vine a Neo Icaria para intentar apuntarme a las listas de acceso, pero era menor. Me faltaban trece meses y dos días para cumplir los dieciocho, así que Barcelona se convirtió en mi casita sin tejado. Sí, sí; al cumplir los dieciocho pude apuntarme y me permitieron entrar cuando tenía veinte, pero estuve más de tres años como sintecho.
No, no fue fácil. Tuve que hacer algunas cosas de las que no estoy muy orgulloso por sobrevivir. Un niño de diecisiete años puede llegar a vivir bastante bien de casa en casa, de parque en parque y de bar en bar. Siempre hay tíos dispuestos a protegerte, ya me entiendes.
No hace falta que lo sientas. Yo ya era suficientemente consciente de lo que hacía, aunque no me gustara. Quizá por eso empecé a consumir. Las drogas de fiesta eran baratas y de fácil acceso. Me ayudaban a olvidarme de la mierda. Pensaba que no estaba enganchado del todo, ¿sabes? Era como cuando fumaba porros de más adolescente. Lo hacía varias veces por semana, pero si después estaba diez días sin probarlos, no me generaba abstinencia. Así que los fines de semana me soltaba y tomaba de todo, pero el resto de la semana el consumo era mucho más esporádico. Quizá por eso me sorprendió tanto que me fallara el riñón y me costó tanto dejarlo.
Sí, esa fue mi primera modificación, un riñón artificial. Es un riñón que, además, durante los primeros meses aquí me ayudó con la desintoxicación. Segregaba sustancias sustitutorias de las drogas, me analizaba y, poco a poco, fue haciendo que me olvidara de ellas.
No, el riñón no era mi única opción. Mientras estaba en la calle cogí un virus respiratorio que casi me mató. Fue justo antes de cumplir los dieciocho y lo superé, pero me dejó sin olfato. Así que, antes de que me fallara el riñón, yo quería que mi primera modificación fuese recuperar el olfato. ¿Cómo? Sí, ahora ya me lo han arreglado. Un año después de venir a vivir aquí me metieron unos cables y un sensor o algo así y vuelvo a oler en condiciones.
Hablando de olores, tarda mucho la cena, ¿no? Sí, espero que no se olviden de nosotros. Y tú, ¿qué? ¿Cómo has llegado hasta aquí, Arnau?
*
Gael hacía más de media hora que había dejado atrás la Gran Via y acababa de cruzar la calle de Sants, pero no podía librarse de la sensación de que alguien le seguía. Había acelerado el paso sin atreverse a mirar hacia atrás. No se hallaba precisamente en una zona deshabitada; pasaban coches, se cruzaba con gente, pero el llevar encima cinco mil euros en billetes no le hacía sentir muy seguro.
Aunque le hubiese gustado empezar a correr, tenía miedo de tropezarse y caer. Aquellas gafas le dejaban distinguir las formas, algunos colores y, hasta cierto punto, la profundidad, pero no tenían nada que ver con sus ojos de verdad. Además, todavía se sentía febril y algo mareado.
Se le pasaba por la cabeza la posibilidad de que la mafia a la que le había vendido el brazo hubiese enviado a alguien tras él para robarle el dinero. Quizá funcionaban así: primero te quitaban un trozo y, después, te quitaban el pago. Él ya sabía dónde se metía y sabía que su plan podía salir mal, pero el riesgo valía la pena.
Cuando le habían echado de Neo Icaria y había vuelto a la calle, había intentado prostituirse de nuevo, como cuando era más joven, pero ya no tenía dieciséis años. Lo que sí tenía era el cuerpo lleno de cicatrices: las de la espalda, las del brazo derecho, las de las manos, las de la cabeza... Además, ya no tenía ojos. ¿Quién querría pagar por estar con él?
Una mujer que vio cómo un posible cliente le rechazaba en un callejón del Born fue quien le dio la forma de volver a la isla. La señora le invitó a un café y le escuchó. Al oír que quería entrar en Neo Icaria para ver a Arnau, le faltó tiempo para hablarle del grupo que buscaba gente expulsada de la ciudad flotante para reintroducirlos a cambio de un módico precio: cinco mil euros y un año trabajando para ellos, ya dentro de la isla, como espía.
El espionaje empresarial era uno de los negocios más lucrativos del momento. Cualquier componente residual que te quedara en el cuerpo de una antigua mejora o cualquier información, por pequeña que fuese, que pudieras facilitar sobre las actividades de la Stumph Corporation podían valer una pequeña fortuna. Muchas empresas estaban dispuestas a pagar, incluso a delinquir, para obtenerlas. Por eso Gael había podido vender el brazo.
Por un momento pensó que, a aquellas alturas de la tarde, quizá ya lo habrían diseccionado. Sabía que, si le habían pagado lo que había pedido, los tipos de la mafia sacarían más beneficios de los materiales que encontraran y de toda la información que la ingeniería inversa les ofreciera. No importaba, él ya tenía el dinero que necesitaba e iba de camino a encontrarse con las personas que lo pondrían al fin, una vez más, ante Arnau.
Uno de sus comerciales le había dicho que era más fácil infiltrar en la isla a un antiguo residente, porque ya estaba en el sistema, que intentar meter a alguien completamente nuevo. Gael pensó que era difícil que aquello funcionase, pero él había podido cotillear un poco lo que se escondía en los servidores de la ciudad flotante y se acabó por convencer de que aquella era una estrategia inteligente: era más sencillo mover y modificar archivos preexistentes que crear nuevos sin autorización.
Una vez estuviese de vuelta en Neo Icaria, sus nuevos jefes se encargarían de que le instalaran una prótesis que le hiciera olvidarse del brazo perdido. Como lo hicieran, quedaba fuera de su trato. Lo que sí tenía claro es que le ofrecerían la oportunidad de destruir aquel lugar desde dentro.
Sin darse cuenta, Gael llegó a la Avenida Diagonal. Eran más de las tres y estaba a medio camino. Seguía sudando y todo le parecía algo irreal. Ya no tenía claro si le seguían o si sólo estaba delirando. Algunos peatones volvían la cabeza al detectar su muñón. Hubiese querido tener más dinero para pillar el transporte público, pero tenía justo lo que le habían pedido. No podía desfallecer después de todo lo que le había pasado para llegar hasta allí. Siguió caminando.
*
Empieza a correr algo de brisa en la terraza del restaurante, pero no hace frío. Hay otras siete mesas con parejas que ya cenan y Gael empieza a tener hambre. Por suerte la historia de Arnau, mucho menos turbulenta que la suya, le mantiene distraído. La camarera interrumpe el relato para disculparse por el retraso y les promete que pronto podrán comer. Arnau le da las gracias y se vuelve con sus ojos verde brillante hacia Gael.
—Vamos, tu turno. ¿Qué modificaciones te has realizado y en qué orden?
—¡Vaya! —exclama él, asombrado—. Sí que vas directo a las intimidades, ¿no?
—No te creas —se defiende Arnau—. En un rato sí que iré más directo, pero ahora es simple curiosidad.
Gael nota cómo sus mejillas se encienden y no puede evitar dejar escapar una pequeña risa de la que se arrepiente al instante. Cree que Arnau debe pensar que es demasiado inocentón, pero no lo demuestra. Lo mira mientras espera su respuesta.
—Está bien —se decide—. Primero me arreglaron el riñón y las adicciones. Luego, por suerte, hicieron que volviera a oler. Eran las dos cosas que ya traía mal de serie y que quería solucionar. Entonces me tocó la primera intervención sorpresa. Me metieron un implante en la cabeza para monitorizar mis reacciones a diferentes tipos de estímulos.
—¿Era un complemento para el sensor olfativo que ya te habían instalado?
—Sí y no. De hecho, me escogieron para el implante antes de ponerme el sensor en la nariz, pero al ver que no olía nada, quisieron solucionarlo. De esa forma se aseguraban de que tenía los cinco sentidos listos para... Bueno, para sentir.
Arnau rompe a reír.
—Entonces sientes al cien por cien, ¿no? Si algún día acabamos de cenar, me lo podrías demostrar.
Esta vez, Gael no se deja amedrentar y pasa al ataque.
—También podemos olvidarnos de la cena y te lo demuestro ahora mismo.
—¡Ostras! —Ahora es Arnau quien se pone rojo—. Si hacemos ejercicio sin comer nada, nos pondremos malos.
A Gael le gusta verle asombrado, pero decide no hacerle sufrir mucho y sigue rememorando su historial de modificaciones.
—Después empecé a estudiar y pasaba muchas horas sentado, así que me cogieron para realizar una prueba piloto de unas prótesis en la columna que ayudan a no tener problemas de espalda.
—¿Qué estudiabas?
—Primero de ingeniería informática.
—¡Oh! —Se sorprende Arnau—. ¿Entonces has estudiado cómo funciona la programación de todo lo que llevas en el cuerpo?
—Uy, no. No tengo ni idea de biotecnología o bioingeniería o cosas de esas.
Por la cara que pone, Gael no puede evitar pensar que lo que ha dicho ha hecho que Arnau pierda un poco de interés en él. Quizá sea porque hace de comercial para la Stumph Corporation.
—Seguro que son campos muy interesantes —intenta arreglarlo—, pero yo siempre me he entendido mejor con las máquinas, ¿sabes?
Arnau sonríe y asiente, pero no dice nada.
—Por ejemplo —sigue intentándolo Gael— me fascina todo lo que hay detrás del PEPI.
—¿Sí? Entonces, te gusta todo el tema del ocio informático, ¿no?
A Gael le alivia ver que vuelve a tener la atención de su cita.
—Sí, pero me interesa principalmente todo lo que tiene que ver con la gestión de la información personal que hace, la seguridad... Es un sistema muy personalizado que debe recoger muchos datos y ejecutar muchos algoritmos para salir adelante.
—¿Crees que el Programa de Entretenimiento Personal Inmersivo podría hackearse?
—A ver, no es un sistema perfecto y tiene agujeros —responde Gael—, así que sería posible aprovechar alguno para acceder. Sin embargo, lo mejoran constantemente y no debe ser fácil.
—¿Tú crees? Yo lo noto igual cada vez que lo utilizo desde que estoy en Neo Icaria.
—¡Ostras, no! Por ejemplo, ¿te has dado cuenta de que cuando comes en un juego puedes notar olores y sabores, pero no texturas? Es una de las cosas en las que trabajan ahora. Creo que para eso utilizan los gadgets como el implante de mi cabeza; para realizar comparativas.
Arnau le mira, divertido, coge su copa y toma un trago de vino blanco.
—Bueno, volviendo al tema, ¿qué otras modificaciones te han hecho?
Pues, después de la operación de la espalda, estuve un par de años más dedicándome sólo a estudiar. Verás, cuando yo entré en la ciudad no tenía ni el graduado, así que el primer año y medio, como no tenía que trabajar y tenía todo el tiempo del mundo, me lo saqué. Luego, para aprovechar la inercia, hice un acceso a la universidad. Como ya te he explicado, quería saber cómo funcionaba el entorno virtual que tanto me fascinaba y aquélla era una buena forma de obtener conocimientos.
Neo Icaria me ha dado mucho. Ya sé que mi cuerpo y mi vida prácticamente pertenecen a la ciudad, pero, aun así, poco después de llegar, empecé a pensar que estaría bien contribuir a que más personas pudiesen disfrutar de lo que nosotros tenemos, ¿sabes? Para mí, que había compartido habitación durante años con mi madre y que había estado en la calle, tener una casa como la que tengo ahora y sin tener que pagar un duro... ¡Era una fantasía hecha realidad! Por eso me marqué como objetivo colaborar algún día con Stumph Corporation y ayudarla a crecer.
¡No te rías! ¡Tú trabajas para ellos, así que deberías comprenderme! Ya, ya sé que no te estás burlando de mí.
¿Por dónde iba? ¡Eso! Cuando ya estaba en la carrera me operaron la espalda para poner las prótesis. ¡Ostras! Pues no sé. Me dijeron que son como unos módulos que evitaban que se estropearan los discos que hay entre las vértebras. De metal seguro que no, me parece que son de una especie de silicona, ¿puede ser? Bueno, ¡aparca tu vena comercial y déjame seguir!
Hasta que no estaba a punto de terminar la carrera no me propusieron la siguiente intervención y esa vez pude elegir. Por un lado, me ofrecían añadir un equipo a mi cerebro que me permitiera controlar elementos de la domótica de casa con el pensamiento o algo parecido; por otro, me daban la opción de instalar en mi cuerpo todo un ordenador. Me explico. El proceso consta de tres operaciones. Primero, te ponen implantes subcutáneos bajo las huellas dactilares y, después, te instalan en el brazo diferentes elementos como un procesador, un banco de memoria... Todo lo necesario para tener un ordenador completo.
Sí, es la modificación que escogí. Lo llevo instalado, pero todavía deben hacerme la última operación para poder utilizarlo. Otra intervención me permitirá crear una interfaz holográfica que sólo veré yo, a la vez que podré recoger información del exterior para introducir en el sistema. Será la forma que tendré de utilizarlo.
Una vez que me hayan cambiado los ojos, podré trabajar en cosas de programación en cualquier momento y lugar. Espero que eso me dé la oportunidad de trabajar para ellos en el futuro.
*
Después de pasar por Sarrià y mientras ascendía hacia Vallvidrera, Gael empezó a pasarlo mal. La inclinación de las calles se incrementó y el efecto de las pastillas se desvaneció. El sol se estaba poniendo, pero él notaba tanto calor como si estuviera en medio de un desierto y un escorpión le clavara el aguijón con insistencia en el muñón. Todas las cicatrices de su cuerpo parecían quemar desde dentro. Notaba el peso de su cuerpo haciendo presión sobre cada una de sus vértebras y tenía miedo de no ser capaz de llegar a su destino. Cada vez había menos luz y los sensores de las gafas fallarían en cualquier momento.
De repente, se vio a sí mismo en un quirófano con los ojos vendados. Sabía que aquello no era real. La fiebre había vuelto y jugaba de nuevo con su percepción. Debería haber sido una operación rutinaria, pero algo había fallado y, al despertar, sus ojos ya no estaban. Le dijeron que le habían quemado los nervios ópticos por accidente. Recordaba haber pensado, por un momento, que no era grave; que le pondrían unos implantes y recuperaría la visión, pero no fue así.
Gael se volvió, mareado, para ver cómo, desde el otro lado de un escritorio, un representante de la Stumph Corporation le decía que los daños en los nervios eran demasiado graves, que no había aún ninguna tecnología que pudiera restablecer su vista. Él sabía que después aquel hombre le había explicado que lo único que le podían ofrecer era unas gafas con sensores que transmitirían información al implante que llevaba en el cerebro para que pudiese hacer vida normal «hasta cierto punto». Aquellas habían sido sus palabras exactas que, en realidad, significaban que su vida jamás volvería a ser igual.
Las gafas realmente le enviaban estímulos al cerebro. Sin embargo, la recuperación fue dolorosa. No porque le doliera nada en concreto, sino por la incapacidad que sentía cada vez que intentaba interpretar las señales que los sensores le transmitían sin conseguirlo.
Gael se veía a sí mismo en el laboratorio, intentando descargar su frustración contra el equipamiento, contra los médicos, contra los ingenieros y, a continuación, en la sala blanca sin ventanas donde lo habían encerrado «por tu seguridad». Eso decían, pero él sabía la verdad: se había convertido en un error, un bug en el paraíso que la maldita Simeona Stumph quería construir. ¿Qué pasaría si los habitantes de la isla le veían en aquel estado? ¿Quién querría cruzarse en el parque con sus cuencas oculares vacías? ¿Cómo reaccionarían al enterarse de que era producto de una modificación fallida?
Gael recordaba cada hora de aislamiento, el odio creciente en su interior, las ganas de hacerles tanto daño como le habían hecho a él al dejarlo sin ojos.
Entonces, se dio cuenta de que llevaba un ordenador instalado en el cuerpo y de que, aunque no tenía un sistema holográfico para interactuar con él, aquellas gafas eran capaces de mostrarle datos, imágenes incompletas que su cerebro se esforzaba por interpretar. Se hackeó a sí mismo y sus mejoras para acceder a los servidores de la ciudad a través del PEPI. El sistema de entretenimiento de la ciudad era un colador de accesos posibles a las entrañas cibernéticas de Neo Icaria. Cuando accediera, quizá podría hacer colapsar los pilares modulables que sostenían la ciudad sobre las aguas para que aquella nueva Atlántida se hundiese con todos aquellos estúpidos científicos.
Violar los escudos del PEPI no resultó tan fácil como pensaba. Siempre había una barrera que le detenía, un cortafuegos que lo rechazaba, pero él persistía. Mientras no lo detectasen, volvía a probarlo una vez y otra y otra y otra.
Recibió la visita de Arnau. Gael sabía que él no se encontraba en aquella habitación blanca; estaba en Collserola, junto al Tibidabo, pero tenía a Arnau delante con sus ojos marrones, su sonrisa y su cabello moreno, siempre medio despeinado. A pesar de no mover la boca, escuchó de nuevo toda la conversación que habían tenido, cómo él intentaba tranquilizarle y cómo quería convencerle de que aquella gente sólo deseaba que se recuperara. Gael, presa de la paranoia, le había contado su plan, entre susurros.
Y aquello fue un error.
—Ahora sé que lo hiciste por mi bien —empezó a gritarle a Gael en el espejismo que tenía delante—. Me delataste y te dije cosas terribles cuando me expulsaron de la ciudad, pero todavía pienso en ti. Lo siento. ¡Lo siento!
Arnau se acercó a Gael y él no lo pensó ni un momento: lo abrazó, llorando.
—Aún te quie-
En aquel momento, con la cabeza medio enterrada en el pecho de Arnau, mientras lo cogía del jersey con la mano que le quedaba, se dio cuenta de que, si todo era un delirio, no era posible que lo estuviese tocando.
Poco a poco, Gael levantó la cabeza para mirar quién le estaba abrazando. Sus gafas le enviaban señales leves, pero suficientes para saber que era un hombre calvo.
—Yo también te quiero —le dijo su voz grave y burlona—, pero prefiero que me des el sobre que llevas bajo la camisa.
Gael intentó dar un empujón al ladrón, consciente de que era quien le había perseguido toda la tarde, pero ya no tenía fuerzas. Perdió el equilibrio y el hombre le sujetó.
—Va chico, hagámoslo por las buenas y cada uno podrá irse por su lado.
Las manos del hombre empezaron a registrar su ropa, mientras Gael se retorcía como podía para intentar proteger el dinero. Era su billete para decirle a Arnau lo que sentía, para volver a Neo Icaria y espiar a la corporación como venganza. Podría recuperar su vida y hacer pagar a quienes le habían deformado la cara.
De un tirón, el asaltante tiró a Gael al suelo y él sintió como el golpe le dejaba sin respiración. El hombre se sentó en su pecho y sacó un cuchillo. No oe vio, pero Gael lo notó en la garganta.
—Lo siento chico —le dijo la voz burlona.
Cuando pensaba que ya estaba muerto, sintió un golpe seco cerca de él. El hombre se quitó de encima suya y cayó hacia un lado, como si fuese un saco. Gael se dejó llevar por el dolor, la fiebre y el cansancio. Se quedó inmóvil, pero aún tuvo tiempo de oír cómo dos pares de manos lo levantaban, y lo llevaban hacia un coche. El leve zumbido del motor eléctrico en marcha lo hipnotizó y Gael perdió el sentido.
*
Por fin la camarera lleva un plato. Lo deja delante de Arnau y le dice algo acercándose a su oído. Gael no lo escucha. La mujer se marcha.
—Han tenido un problema en la cocina —dice Arnau—, ahora traerán tu cena. Conozco al chef y nos pide disculpas. Nos invitarán a cenar.
—Qué suerte —se le escapa a Gael en un tono que desea que no haya sonado demasiado sarcástico.
Mira el plato de Arnau. Es un cebiche con muy buena pinta. Empieza a estar algo indignado con el servicio. Está disfrutando de la velada, pero tiene hambre. Trata de controlar el enfado y continuar la conversación.
—No me esperes —le pide a Arnau—, que no sabemos cuánto tardará el mío.
Al pensarlo, Gael no recuerda qué ha pedido. Arnau le sonríe el gesto, se retira el pelo rubio de la frente con una mano y empieza a comer.
—¿Quieres? —le pregunta después de un par de bocados.
—No. Tiene buena pinta, pero no soy mucho de pescado.
Arnau deja escapar una risa que evidencia el chiste involuntario de Gael, que se pone rojo una vez más. Piensa que mejor no entrar en detalles y cambiar de tema.
Mientras comes, es mejor que te acabe de contar la operación que me quedaba por hacer. Que me queda por hacer, quiero decir. Deben ponerme en los ojos una especie de lentes permanentes que, por un lado, tenían que... tienen que recoger información y que, por otro, sirven para proyectar la interfaz del ordenador que me instalaron en mi campo visual.
Es una prueba piloto. Mi operación fue la primera que van a hacer. Al parecer, tenían que rodear el...
Sí, perdona. Debo estar cansado.
Lo que quería decir es que tendrán que rodear el ojo con una especie de red, como una pantalla. No, ni idea de lo que estaba hecha, lo siento.
¿Cómo dices? No, dicen que no se nota a simple vista. Nadie ve si la llevas puesta. Sí, sí que me da un poco de angustia pensar que me quitarán el ojo. Sin embargo, se ve que el paso más complicado es cuando deben conectarlo a los nervios ópticos. Son muy sensibles, ¿sabes? Un error muy pequeño puede estropearlos.
De verdad, espero que cuando me operen no me hubiesen estropeado los ojos.
*
Gael se despertó en una habitación desconocida. Le dolía todo el cuerpo y se sentía débil. Llevaba una bata blanca típica de un paciente de hospital. Echó un vistazo a la estancia sin levantarse. La luz fluorescente le permitió captar el contorno del mobiliario metálico e impersonal que la decoraba. Se abrió una puerta.
—Bienvenido, Gael —le saludó una mujer joven de rasgos orientales enfundada en una bata blanca.
Con dificultad, Gael se incorporó en la cama. Aún le costaba moverse con un brazo menos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó— ¿Dónde estoy?
La mujer cogió un taburete y se sentó al lado de la cama.
—Soy la doctora Sala. Estás en nuestras instalaciones en el Tibidabo, tal y como habías acordado con uno de nuestros comerciales.
Gael abrió la boca para preguntar cómo había llegado a su destino, pero la doctora continuó con su explicación antes de que pudiera emitir sonido alguno.
—Tenemos todo el perímetro del laboratorio vigilado con cámaras, por seguridad. Controlamos todos los accesos a esta zona, así que vimos cómo te acercabas y cómo te seguía aquel hombre.
De repente, recordó el sobre con el dinero y se asustó un instante.
—Gael, tranquilo —le dijo la doctora—, todas tus cosas están sobre esa mesa.
Junto a una taquilla había una mesa cuadrada baja y, justo encima, un montón de cosas entre las que distinguió su ropa y el sobre.
—Perdona —dijo, avergonzado por su reacción.
—No te preocupes. Parece que no has tenido un día demasiado tranquilo, ¿no? —La mujer acompañó la pregunta con una sonrisa tranquilizadora mientras hacía un gesto con la cabeza señalando el brazo ausente.
Aún preocupado, Gael le devolvió la sonrisa.
—Necesitaba el dinero...
—Sí, para volver a Neo Icaria —le interrumpió la doctora Sala.
—Está en aquel sobre si lo queréis...
—Ya llegaremos a eso —le tranquilizó ella—. Lo importante ahora es asegurarnos de que estás mejor. No pareces tener fiebre y tienes mejor cara que hace unas horas, pero no nos serás de utilidad si no estás al cien por cien.
—¿En qué consistirá mi trabajo para vosotros cuando vuelva a la isla?
—De esto te informaremos cuando ya estés allí y vuelvas a formar parte del sistema. Ahora, te realizaremos unas pruebas para valorar tu salud. ¿De acuerdo?
La pregunta fue retórica, porque la doctora no esperó ninguna respuesta de Gael, que la contempló mientras salía de la habitación. Regresó unos segundos después con un hombre de unos cuarenta años vestido con una bata idéntica de médico y que arrastraba una antigua silla de ruedas.
—Buenas noches, Gael —le saludó—. Ahora te llevaremos al otro edificio para asegurarnos de que todo es correcto.
Ambos médicos le ayudaron a pasar a la silla. La doctora Sala se acercó a la mesa de la ropa, cogió el sobre e inspeccionó su contenido. Luego se volvió con una sonrisa mientras se lo guardaba en un bolsillo.
—Vamos.
Recorrieron algunos pasillos tan bien iluminados como la habitación en la que se había despertado y llegaron a la salida del edificio. La oscuridad de la noche dejó prácticamente ciego a Gael. Veía, a lo lejos, varias manchas de luz que identificó con las zonas de Barcelona que permanecían iluminadas toda la madrugada. Según le había dicho el comercial con quien hizo el acuerdo, Gael sabía que se encontraban en el antiguo recinto de un parque de atracciones abandonado que habían reconvertido en laboratorio. Le hubiese gustado que fuese de día para ver la noria o alguna de las destartaladas atracciones que todavía se veían desde la ciudad. Hacía fresco e hizo el gesto de frotarse los brazos, sólo para descubrir que uno de ellos ya no estaba.
Entraron en otro edificio. El vestíbulo estaba poco iluminado y Gael no veía mucho. Cogieron un ascensor hacia un sótano. Las luces volvían a ser muy intensas en aquella planta. Tras recorrer dos largos pasillos, accedieron a una especie de consulta, llena de lo que parecía instrumental médico de última generación. En el centro de la sala había una especie de silla de dentista blanca y acolchada.
—Disculpa el olor a desinfectante —le dijo el doctor que aún no le había dicho su nombre—, han limpiado hace un rato.
—No te preocupes, no puedo oler nada.
El médico reaccionó a la afirmación de Gael con una sonrisa incómoda y empezó a preparar materiales. La doctora Sala empujó la silla de ruedas hasta el centro de la consulta.
—¿Crees que podrás cambiarte a la otra silla si te ayudo un poco?
Gael asintió e intentó incorporarse. La mujer le cogió del brazo para que pudiera apoyarse. No fue fácil, pero fue capaz de sostenerse de pie unos segundos, los justos para dejarse caer sobre lo que parecía un sillón.
Durante unos minutos, los dos médicos estuvieron preparando máquinas mientras se daban instrucciones en voz tan baja que Gael no era capaz de oír.
—Te has mareado al levantarte, ¿verdad? —le preguntó la doctora.
—Un poco.
—Es deshidratación. Relájate, te pondremos una vía con un suero y te mediremos las constantes vitales mientras te hacemos algunas pruebas.
Estaba tan cansado que Gael se dejó hacer. Le pincharon en el brazo, le pusieron una especie de tensiómetro y, antes de darse cuenta, dejó que la comodidad de los cojines blancos lo conquistara.
Poco a poco, notaba cómo se dormía. Intentaba mantenerse despierto, pero todo le daba vueltas. En un momento de lucidez notó que le habían sujetado las piernas, el brazo y el cuello en la silla. Oía sonidos, voces indescifrables que le rodeaban. Su adormecido cerebro era incapaz de interpretar las señales que recibía de sus gafas. Todo era un borrón.
El frío del metal en la parte de atrás del cuello hizo que se espabilase un instante, los segundos justos para sentir cómo le clavaban un objeto desconocido en la nuca y cómo un dolor extremo le recorría todo el sistema nervioso.
Luego, oscuridad.
*
Con un grito, Gael se lleva las manos a los ojos para comprobar que todavía están ahí. Se levanta de un salto de la silla, que cae al suelo, y con el movimiento está a punto de llevarse el mantel, el plato de Arnau y las copas, que se mueven y tintinean, sin llegar a tumbarse.
—¿Qué ocurre, Gael? —le pregunta Arnau que ha rodeado la mesa para acercarse a él.
Le pone una mano en el hombro derecho. Tiene cara de preocupado y sus ojos azules le miran inquietos.
—Tú tenías los ojos marrones —le reprocha Gael, mientras se deshace de su contacto.
Arnau da un paso atrás, como si le hubiera atacado. Parpadea y allí vuelven a estar sus iris pardos, pero Gael no puede dejar de sentir que algo falla. ¿Qué es pasado? ¿Qué es futuro?
Siente una presión extraña en la nuca. Mira a su alrededor. Todos los presentes en la terraza han centrado su atención en él.
Se fija en ellos. Son gente totalmente olvidable, sin ningún rasgo característico que destaque. Sus facciones son anodinas y su vestuario ordinario. Todos se fijan en él sin hacer ningún gesto, ningún sonido, sin parpadear una sola vez. Y, en ese momento, Gael se da cuenta.
Mira con los ojos muy abiertos a Arnau. Su cabello ha cambiado de color y se ha vuelto pelirrojo. Luego, mira a la camarera, que se acerca a ellos agobiada, seguramente para ver qué ocurre. Gael da un paso atrás y, sin apenas poder respirar, recorre todos y cada uno de los rostros que hay en la terraza. Todos son iguales. Cambia su cabello, cambian sus ojos, pero son los mismos. En cada mesa, cada pareja, cada cita, cada comensal, cada hombre y cada mujer no son más que copias de Arnau y de la camarera, que lo observan como los depredadores observan a su presa, al acecho, listos para echarse encima de él.
—Tranquilo, Gael —le pide la camarera—. Ahora te traeremos la cena y podrás seguir explicándole cosas a Arnau. Va, siéntate.
—¿Cómo sabes mi nombre? —grita Gael, cada vez más nervioso.
—Gael, todo el mundo nos mira —le dice Arnau, en voz muy baja—. Si lo prefieres, podemos salir de aquí e ir a otro sitio. ¿Quieres ir a mi casa?
Sin acabar de creer lo que le dice ese hombre que pretende ser Arnau, Gael empieza a buscar una salida para huir. Ve la puerta de cristal que lleva al interior del restaurante, pero está demasiado lejos y sabe que todos los Arnaus y todas las camareras intentarán detenerlo si intenta marcharse solo.
De repente, recuerda una situación similar que vivió no sabe muy bien cuándo. Una habitación blanca sin ventanas, Arnau y un montón de médicos de Neo Icària rodeándolo para que no pudiera huir. Nota de nuevo los empujones, los tirones, los golpes y después dolor. Todo el cuerpo le duele. Los riñones, la cabeza, la espalda, las manos. Le quitan todos los implantes menos aquellas malditas gafas. ¿O eso no ha ocurrido todavía?
En la terraza del restaurante, Gael cae al suelo mientras se queja del dolor que le recorre el cuerpo. Se mira el brazo derecho y quiere dar un grito que le rompa la garganta, pero no es capaz. A veces, ve su brazo de siempre, sólo con unas pequeñas marcas que evidencian los implantes subcutáneos en los dedos del ordenador que le instalaron; otras veces lo ve cubierto de cicatrices, más delgado y débil. Lo peor es cuando desaparece y sólo queda un muñón sanguinolento.
Tambaleándose, Gael se pone en pie y se dirige a la mesa.
—¿Qué hacemos? —le pregunta Arnau a la camarera—. Nunca había ocurrido nada así.
—Tiene tolerancia —le responde la mujer—. Déjame aumentar la sedación a ver si somos capaces de reconducir la situación.
Ignorando sus palabras, Gael se acerca al cebiche que hay en un plato, mete la mano izquierda y se lleva un poco a la boca. El sabor y el olor del pescado le recorren la cabeza, acompañados de la acidez del limón, pero, como se esperaba, ahí está la ausencia absoluta de textura. Es como si acabara de comer agua.
La certeza es un detonante para la mente de Gael y la simulación empieza a tambalearse. Las luces que quedan encendidas en Barcelona se apagan. La puerta que lleva al interior del edificio se desvanece.
—¡Mierda! —grita Arnau— ¡Lo perdemos, doctora Sala!
La música ambiente se detiene y el sonido de las olas se apaga.
—Aún puede tener información valiosa. —Gael oye la voz de la camarera, pero ve que no mueve la boca—. ¡Tenemos que mantenerlo un poco más!
Uno a uno, los asistentes a la cita van desapareciendo. El suelo debajo de sus pies se convierte en un infinito negro, un vacío. Sólo quedan él, Arnau y la camarera. Gael se derrumba, incapaz de mantenerse en pie. La cabeza le da vueltas.
—¡Entrará en parada! —grita la camarera justo antes de desintegrarse en la nada.
Arnau se agacha junto a Gael y le coge la mano izquierda.
—Va, Gael —le dice—. Quédate conmigo. Tengamos una segunda cita.
Vuelve a ser él, con sus ojos marrones y el pelo moreno despeinado que le cae sobre la frente. Gael lo mira y reúne todas las fuerzas que le quedan por hablar.
—Te quie-