BARCELOBA

BARCELOBA

–Yo no me pasearía por aquí con esta carita de cordero degollado, o se te van a zampar los lobos.

El Eclipse, situado en el último piso del estilizado hotel W, era el sitio de moda para los extranjeros con base en Barcelona y para los “niños bien” que, como yo, necesitaban salir de su mundo sin cambiar de ciudad. Cazadores y cazadoras olfateándose unos a otras, sondeando futuras presas mientras fingían contemplar las impresionantes vistas al puerto. La luz azul que inundaba la sala daba a sus ropas de diseño un extraño aire futurista y volvía sus lentos, casi imperceptibles, movimientos de seducción, en la danza de apareamiento de una raza alienígena de cuerpos perfectos. Aquellas oscilaciones estudiadas eran lo más cercano a un baile que podía verse en la sala, a pesar de estar ambientada con música electrónica a todo volumen.

La sala de al lado, la roja, era otro cantar. Como una versión húmeda del infierno, para entrar en él había que superar la vaharada de condensación y sudor que escapaba del lugar. Al otro lado de la bruma, como en un aquelarre, se contorsionaban siluetas relucientes al ritmo de hip-hop.

No me había atrevido a entrar allí. Aún no, al menos. De hecho, apenas había logrado orillar la sala azul, siempre pegado a la pared, como un bañista que teme adentrarse en aguas profundas. Me había acodado en la barra con la idea de calmar mi ansiedad con una copa y, tras media hora intentando atraer la atención del camarero, me disponía a abandonar toda esperanza.

Fue entonces cuando la escuché susurrar junto a mi oído.

–Yo no me pasearía por aquí con esta carita de cordero degollado, o se te van a zampar los lobos.

Me sobresalté: no había oído a nadie acercarse. Quizá estaba demasiado absorto en mis pensamientos, como lo absurdo de encontrarme tan incómodo en un local cuyos planos había diseñado yo mismo. Pero nunca había sido un animal nocturno, ni siquiera antes de empezar con Marga, hace veinte años. Lo que dibujé cuando el estudio me encargó el diseño interior de las zonas comunes del hotel no fue más que una fantasía, el lugar al que hubiera querido escapar para alejarme de la lenta agonía de nuestra relación moribunda. Había añadido, incluso, una habitación secreta, pequeña y oscura, cuya puerta, camuflada en la pared de esa misma sala, era imposible de detectar a simple vista, o de abrir sin conocimiento.  A nuestro cliente le encantó la idea y a partir de entonces adquirí más responsabilidad en el proyecto. Eso me ayudó a capear los abusos de Marga, su desdén acumulado gota a gota durante años hasta emponzoñar mi interior como las aguas estancadas, los estragos del divorcio. Me había dejado quitar todo: la custodia de nuestro hijo, la casa en la Costa Brava, hasta el apartamento de la Bonanova. Había querido buscar la conciliación sobre la confrontación y salí perdiendo por goleada, pero sintiendo que había sido un hombre decente. Todo aquello terminó, por suerte. Había tardado más de un año en lamerme las heridas, en recuperar la suficiente seguridad en mí mismo como para atreverme a salir, divertirme un poco, disfrutar de las ventajas de la soltería y todos esos clichés con los que se consolaban los divorciados.

Mi vuelta a la vida nocturna tenía que empezar por el Eclipse, porque mis contactos me permitían sortear la seguridad y ahorrarme la excesiva tarifa de la entrada, y porque mis fantasías aún habitaban ese lugar que sólo había visto sobre papel y en construcción. Pero las cosas no estaban saliendo bien: la inseguridad, el malestar, la sensación de hacer el ridículo, me inundaban como si jamás me hubiera librado de Marga. Seguía parasitando mi interior como el fantasma de una casa encantada.

Quién me iba a decir que lo que necesitaba para exorcizar un fantasma era lanzarme a los lobos.

Desde luego, no la chica que había acodada en la barra, a mi lado, y que sonreía algo confundida ante mi silencio. De hecho, si hubiera sido capaz de entender lo que me decía, me habría marchado a casa en ese mismo momento. Pero no me dejaba pensar bien su sonrisa gamberra, ni todo lo que la rodeaba. Ojazos grises de gata triste, piel nórdica, cabello negro y lacio escondido tras de las orejas; la derecha, atravesada por la deconstrucción escultórica de un imperdible.

–¿Qué, se está bien en la Luna? –insistió, dándome un empujoncito con el codo. Se rió, rozando un instante su lengua rosada con los dientes blancos. 

Debía tener alrededor de ventiséis años, casi diez menos que yo. Me pareció muy joven y demasiado guapa para interesarse en mi. Sin embargo, su estilo desenfadado y su aire informal, más propios de un bar hipster del Raval que del elitismo capitalista de este local, la descartaban como cazadora de carteras. Quizá estaba tan perdida como yo. Quizá sólo quería que la invitara a una copa, pensé, recordando la barra y mi intención, hacía una eternidad, de pedir algo de beber.

Me recompuse, desempolvando de mi cerebro el manual del perfecto caballero:

–Iba a pedir una copa. ¿Qué quieres tomar?

Ella se rió de nuevo.

–Al ritmo que vas, la copa te la traerán mañana. Si quieres conseguir algo aquí, tienes que usar tus armas; enseñar los colmillos, ¿entiendes?

No, no entendía.

Suspiró, entornando los ojos, y se inclinó sobre la barra. Aproveché la ocasión para descubrir la brevedad de su falda tejana. Llamó al camarero por su nombre, una sola vez, sin alzar apenas la voz. Éste trotó, manso, hacia ella.

–Adrián, cielo, me puedes traer un chupito de tequila y… ¿qué quieres? –Aún con el codo apoyado en la barra, el escote directo al ángulo de visión del barman, una ceja arqueada, esperaba.

–Un gin-tonic.

–Dos chupitos de tequila y un gin-tonic bien cargado.

El tal Adrián, que sólo se diferenciaba del resto de cuerpos perfectos en que estaba al otro lado de la barra, le guiñó un ojo, fue sacando de debajo de la barra toda la parafernalia de los chupitos sin dejar de mirarla y se marchó, por fin, a preparar mi copa. La chica, un poco ruborizada, me dio uno de los vasitos y tomó el otro. Brindó conmigo y acto seguido se lamió la mano, le echó sal, lamió de nuevo. Bebió.

Miró mi chupito, aún intacto. Yo no me había movido, atrapado en esos lametones que me habían electrificado la piel.

–¿No te lo vas a tomar? Trae mala suerte brindar sin beber.

–¿No era lo de brindar sin mirarse a los ojos? Eso sí lo he hecho –respondí, tratando de parecer seductor.

–No: eso te traerá mal sexo. Pero si no te lo bebes se te va a torcer la noche, ya lo verás.

–Que por mí no quede, entonces. –Alcé mi vasito.

–Te falta la sal. –Me cogió la mano sin dejarme tiempo a reaccionar, le pasó la punta de la lengua por encima, y agitó el salero. Sonrió –: ahora, sí.

Mi mano recién lamida parecía palpitar al mismo ritmo que mi bajo vientre. Me tomé ese chupito como hipnotizado.

–Te la has olvidado otra vez. –En un primer momento no supe de qué hablaba. Sólo podía pensar en esa lengua rosada de nuevo sobre mi piel. La sal, claro. Aún la tenía en la mano.

–La guardaba para ti. –No sé de dónde saqué esta frase, pero surtió efecto. En lugar de soltarme un bofetón o mirarme con desprecio, se acercó con un brillo de diversión en los ojos y deslizó su lengua, muy despacio, por el dorso de mi mano. Luego se limpió de la comisura de los labios un resto de sal y me plantó dos besos. Olía como los bosques después de la lluvia.

–Mi nombre es Freya. Ha sido un placer lamerte.

Y, sin darme tiempo a responder, dio media vuelta y se escurrió por la pista de baile hasta la pared del fondo. Vi como se desplazaba la falsa pared. Contra el marco de la puerta secreta se recortaba la oscuridad salpicada de luces tenues de una habitación que no existía. Al instante siguiente la puerta se había cerrado, la habitación secreta había desaparecido, y Freya se había esfumado.

Por fin llegó el gin-tonic.

 

 

Me quedé un rato en la barra, sin poder fijar la mirada. La mano me quemaba. Me apartaron de aquel preciado rincón a codazos y me acerqué a las enormes cristaleras, mirando sin ver el puerto, la magnífica vista nocturna, tratando de serenarme. No me hacía ninguna gracia haber visto a Freya desaparecer por la habitación secreta. Me pregunté de dónde sería, con ese nombre. Tenía un acento difuso, quizá nórdico, que resultaba exótico en su voz levemente ronca. Monté guardia un rato, pero la combinación de alcohol, música, feromonas condensadas y falta de sexo estaban disparando mi imaginación. Detrás de esa puerta, al parecer, sólo había cuerpos desnudos de hombres con cara de lobo y, en medio de ellos, la muchacha de ojos grises, inclinada como lo estuvo sobre la barra, con la falda subida hasta la cintura, mirándome y cantando, con la lengua entre los dientes “quién teme al lobo feroz, al lobo, al lobo…”.

Cuando al enésimo codazo reaccioné con un grito, que terminó en empujones con un tipo el doble de alto que yo, decidí que era el momento de irme a casa.

Estaba saliendo del párking cuando la volví a ver a la chica. Estaba de pie junto a una moto negra de gran cilindrada y discutía, casco en mano, con un hombretón de aspecto escandinavo. No parecía tan alegre como antes. De hecho, se la veía furiosa. Negando con la cabeza, trató de ponerse el casco. Antes de que terminara el movimiento, el hombre la asió del brazo libre, la hizo girar sobre sus talones y le plantó un beso. Por un momento, Freya tensó el brazo que aún sujetaba el casco, como si fuera a golpearlo, pero al fin se rindió al beso y pegó su cuerpo contra el de él.

No habían dejado aún de besarse cuando una mujer menuda, de rasgos asiáticos y enfundada en un minivestido se contoneó hacia la pareja y haciendo gala de una flexibilidad sorprendente, logró enlazarse a la vez con los cuerpos de ambos amantes. De puntillas, le susurró algo al oído a Freya, los labios rozando su oreja. Como mordida por una serpiente, la muchacha se apartó bruscamente, la empujó. Sin perder el equilibro sobre sus tacones de aguja, la mujer apenas osciló hacia atrás, la cortina de sus cabellos lacios y brillantes cubriendo por un instante el rostro de rasgos inquietantemente simétricos. Se recompuso al instante y esbozó una sonrisa picuda, reptiliana. Se enroscó de nuevo en el brazo del vikingo, preguntando algo que no alcancé a oír pero tenía aire de insinuación. Freya negaba con la cabeza, el cuerpo nuevamente tenso de ira. El hombretón trató de alcanzarla de nuevo, pero ella le apartó de un manotazo, se puso el casco y se subió a la moto, dando la espalda a la nueva pareja. Él la llamó por su nombre una última vez antes de darse por vencido con un encogimiento de hombros y alejarse calle abajo mientras reseguía las caderas de su nueva amante.

Para entonces ya se me había pasado la cogorza, pero el alcohol que aún me quedaba en sangre me armó de valor para acercarme a ella. Mirando al frente sobre la moto en marcha, podía verla temblar de rabia.

Yo había estado contemplando todo esto desde una esquina, y me acerqué con el coche cuando vi que ella se había quedado sola.

–¿Necesitas que te lleve a algún lado? ­–traté de sonar reconfortante, pero verdaderamente había perdido la práctica, si es que alguna vez la tuve, en eso de ligar. Me miró como si fuera gilipollas, alzando el casco que aún llevaba en la mano.

–No, gracias, puedo volver yo solita a casa.

Estaba cabreada y puede que a punto de llorar. Debía querer estar sola. Pero aún y así no podía dejarla, allí, en medio de la noche, a las dos de la mañana, después de aquel plantón. Yo sabía bien de humillaciones, y sabía también que esa chica se merecía algo mejor.

–Venga –insistí, apeándome del coche–, al menos deja que te invite a una copa, que te la debo. Prometo ser todo un cordero, digo, un caballero.

La alusión a la broma de unas horas antes la hizo reír.

–Pero si ya me invitaste al tequila –respondió, fingiendo que se rascaba la nariz para secarse una lágrima con el dorso de la mano. Su respiración se iba tranquilizando–. Yo sólo pedí por ti.

–Y me salvaste de morir por deshidratación. De hecho, ese rato contigo fue lo mejor de la noche: hacía tantos años que no tomaba tequila que ya no recordaba lo divertido que es. Así que, lo mires como lo mires, te debo una.

Ligar se me daba fatal, pero en cambio tenía una amplia experiencia en amansar fieras.

–Además, me protegiste de los lobos –rematé.

Se tensó de nuevo. Había pulsado la tecla equivocada.

–Eso es porque soy uno de ellos –respondió–, y como bien has dicho, tú no eres más que un corderito, así que lárgate antes de que te suelte un bocado.

Se puso el casco, se montó en la moto y se marchó calle arriba a toda velocidad.

No sé qué me cogió. Si fue por el alcohol, lo surrealista de la noche, o la fascinación por las múltiples facetas de esa muchacha. Sólo tenía claro una cosa: mi vida había sido una sucesión de decisiones equivocadas, de oportunidades perdidas por comodidad, por cobardía. Pero esa no la iba a dejar escapar. Subí al coche, arranqué sin ni siquiera ponerme el cinturón, y crucé Barcelona siguiendo la estela de esa moto negra, acelerando cada vez más, saltándome tantos semáforos como hiciera falta. Fue un milagro que no nos detuvieran los Mossos.

Cruzamos la Bonanova y seguimos subiendo hasta la Ronda. Ella torció a la izquierda, inclinándose peligrosamente hacia el asfalto, y luego empezó a subir por la carretera que lleva a Vallvidrera. Yo la seguí, tratando de mantener el ritmo por las curvas serpenteantes, algo mareado, la verdad, pero dispuesto a no soltar mi presa. Finalmente se detuvo en un camino de tierra flanqueado por casitas de fachada modernista, a la linde del bosque. Descabalgó de la moto con agilidad, regalándome un atisbo de su entrepierna. Se sacó el casco.

–Así que sigues aquí –constató, ahuecándose el pelo con la mano. Parecía más tranquila, y también más fuerte que antes. Me miraba a la cara con determinación, como si acabara de decidir algo-–. Allá tú: yo ya te he avisado.

Y enfiló el camino al interior del bosque, sin perder el equilibrio entre los pedruscos a pesar de los botines, de la oscuridad. Empezó a diluirse en la noche.

–¿Te quedas o te vas? –oí entre los árboles.

Y la seguí como un perrito.

Avanzaba a tientas, orientándome por el sonido de sus pasos. Ella no usaba linterna ni iluminación de ningún tipo, y el gajo de luna que colgaba del cielo daba para ver bien poco. No sé cómo no se daba de bruces. Me golpeé la cara con una rama, grité: la nariz me dolía muchísimo. Ella se acercó, finalmente, me consoló como a un niño, “vamos, vamos, no es nada”, y me dijo que le agarrara de la cintura, que ella iría delante, que si notaba sus movimientos me adelantaría a los desniveles del terreno.

–Tienes que escuchar al bosque. No le gustan los humanos. Deja de mirar, de pensar. Escucha.

Y nosotros qué somos, me pregunté, pero el contoneo de sus caderas bajo mis manos pronto ocupó todo el espacio de mi mente: cada inclinación, cada sacudida que puntuaba el ondulante caminar. Y, como me había pasado en el bar, no existía nada más que mis manos que irradiaban directo al estómago, que se habían pegado a la falda tejana y no querían moverse si no era para desplazarse más adentro, más abajo, a la fuente oscura de esos movimientos.

Mis ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad y percibían el perfil de su cuerpo, la silueta de los árboles. El rumor de las hojas se había multiplicado hasta parecer un oleaje, y los crujidos y chasquidos del sotobosque creaban volúmenes inexplicables. Estaba a oscuras, rodeado de naturaleza, en medio de la nada y la oscuridad, y estaba extrañamente tranquilo. Ella se detuvo: choqué levemente contra su espalda. De nuevo ese olor a tierra mojada, a madera y miel. Debía estar notando mi erección contra sus nalgas. No se inmutó.

–Este es mi sitio favorito –la oí decir– crecen las madreselvas todo el año. ¿Lo hueles?

Yo sólo olía su pelo, su nuca. La apreté contra mí. Empecé a mordisquearle el cuello y subí con las manos, arrugando la camiseta, hasta apretar los pechos pequeños y duros, como manzanas de un árbol prohibido. Tomó aire, arqueó la espalda, apoyó la nuca contra mi hombro y me bajó la cabeza hasta su boca, mientras me guiaba, con la otra mano, hasta el estrecho interior de su falda. Estuvimos un rato así, yo buceando en sus dos humedades, ella tensa como un arco. De repente se separó, se dio la vuelta.

–Quiero que follemos ahora. Luego quiero que cojas tu coche y te largues de mi vida. Sin carantoñas, sin cuentos. No es negociable –aclaró mientras iba dejando caer su ropa, con un ruido sordo, al suelo.

No me pareció que hubiera nada que negociar.

Me besó de nuevo, voraz, pegando su piel tierna y pálida contra mi abdomen. Los pezones pequeños, endurecidos, me rozaron el pecho a través del algodón fino de la camisa. Puso una pierna entre las mías y me encabalgó el muslo, frotándose muy sutilmente, sin dejar de acariciarme con la lengua. Podía sentir la mullida alfombra de su pubis, la humedad cálida de su entrepierna. Seguí el juego de su lengua, la mordí, le agarré las nalgas con ambas manos y la hice oscilar con más fuerza. Gimió, apretó los muslos. La tosquedad de mis vaqueros contra su piel húmeda, delicada, resultaba casi ofensiva. Debió de pensar lo mismo, porque me desabrochó el cinturón y los pantalones con el mismo movimiento, para luego tirar hacia abajo, llevándose también los calzoncillos, y terminando de rodillas frente a mi entrepierna en pie de guerra. Pude sentir su aliento cálido sobre la piel tierna, palpitante del glande. Bajé la vista y vi mi erección a dos dedos de su nariz, o de lo que atisbaba de ella en esa luz difusa, azulada. Me sentía mareado; no quería que se detuviera. Le abrí la boca tirando suavemente de la mandíbula hacia abajo. Dudé, por un instante, de repente vulnerable ante aquella boca llena de dientes, ante aquella fierecilla a la que apenas conocía. El roce de su lengua sobre la punta de mi sexo, como tanteando el terreno, me devolvió a la realidad. La atraje hacia mí con las dos manos al tiempo que empujaba con la cadera. Ella se abrazó a mi cintura, me agarró el culo y empezó a jugar con mi pene, a atraparlo entre sus labios para devolverlo acto seguido.

Pero ocurrió algo que no esperaba: mientras seguía recorriendo mi sexo con esa lengua larga y sorprendentemente flexible, Freya deslizó sus dedos hacia el centro de mis nalgas y empezó a acariciar el borde del ano con el pulgar. El placer se multiplicó. Gruñí, tratando de contener el orgasmo. Entonces introdujo uno de sus largos dedos en el orificio, adentrándose en terreno inexplorado para mí. Aunque no fuera luna llena, no pude evitar aullar en la noche.

 

 

La cosa no terminó como ella quería. Ni el sexo, ni la despedida. Me había corrido en su boca, sin avisar: sin querer, en realidad. Llevaba demasiado tiempo en dique seco; debería haberlo previsto, haber tomado medidas antes de salir. Qué sé yo. Ella se cogió un cabreo impresionante: se apartó, escupió, se vistió con brusquedad y se largó sin decir palabra, dejándome aún a medio abotonar. La seguí a toda prisa, medio aturdido, con las rodillas aún flojas por el orgasmo. La perdí de vista y tuve que guiarme sólo por el eco de su zapateo. No quería perderme en el bosque. Al día siguiente tenía que recoger a Julio a las doce en punto en casa de Marga, y no me podía permitir llegar tarde: sabía que ella estaba esperando cualquier desliz por mi parte para plantarse de nuevo ante el juez y recortar aún más mi régimen de visitas. A pesar de no ver ni torta, empecé a llamar a Freya a voces y eché a correr: mala idea. Me torcí un tobillo, me di de bruces en el suelo. Esta vez me golpeé con una raíz en la mejilla. Me levanté como pude, traté de apoyar el pie y solté un alarido. Imposible caminar. Me senté contra un árbol, frotándome el tobillo y renegando. Quién me mandaría a mi correr detrás de una chiquilla loca. Malditos millenials. Bastante los tenía que aguantar ya en el trabajo, como para ahora empezar a meterme en líos. Que yo era un tío respetable, joder, un hombre decente.

–Anda, vamos.

Menudo susto. Cuando quería, sabía moverse en silencio, la tía. Allí estaba de nuevo, aún enfadada, pero pasándome el brazo por debajo de las axilas. Así hicimos el recorrido de vuelta, yo apoyado en su hombro, disculpándome mil veces, por hacerle cargar conmigo, por eyacular a destiempo, por acabar de estropearle la nochecita. Menudo consuelo había resultado ser. Se rió al fin, se ablandó. Tampoco es para tanto, me dijo, en peores plazas he toreado. Era gracioso escucharla usar expresiones de manual con ese acento suyo, un poco ronco.

Sin embargo, cuando le dije que con el pie lesionado no podía conducir, ya no se rió.

 

 

Se había recluido de nuevo en un silencio hosco. Eran las tres de la madrugada, y no había taxi que quisiera subir hasta Vallvidrera. Por fin, los de Taxi Mercedes me aseguraron que me mandaban un coche, pero que tardaría entre veinte minutos y media hora en llegar.

El apartamento era sobrio, de techo visto con vuelta catalana, coqueto pero sin pasarse; lo que podía ver de él, al menos. Freya me había hecho pasar directamente al salón y había encendido sólo una lamparita auxiliar, al lado del sofá donde me dejó caer. No me había ofrecido nada de beber, ni me miraba apenas desde que se había instalado en un butacón con las piernas cruzadas al estilo indio ­–dejando a la vista un pedazo del triángulo tierno, de algodón blanco, que me había quedado sin probar– con un MacBook bastante viejo encima del regazo. Del portátil salía música: una mezcla de folk y pop indefinible, pero que sonaba bien. Ella había conectado una cámara al ordenador. Desde donde estaba, yo no podía ver la pantalla, y la muchacha cambió de posición al poco rato, dejándome sin braguitas en perspectiva. Así que, por hacer algo, me entretuve estudiando la cámara.

Era una Leica compacta, más profesional que las que solía usar mi padre, un modelo algo antiguo, pero tan limpio y cuidado que parecía nuevo.

–Esta cámara no está nada mal. ¿Usas objetivo múltiple o intercambias lentes? –pregunté, tratando de rescatarla de su aislamiento con algo que le interesara.

Me miró de reojo.

–Depende. Si quiero abarcar fachadas enteras uso un gran angular, pero a veces son los detalles los que me dan las imágenes más sorprendentes.

–¿Fachadas? ¿Eres inmobiliaria? –quise saber. No le pegaba nada, la verdad.

Suspiró.

–Me dedico a la fotografía arquitectónica. Edificios, skylines, rincones llamativos, patrones geométricos… –se quedó un momento callada–. Bueno, en realidad lo que me paga el alquiler es trabajar de camarera en una mezcalería del Poble Sec, pero poco a poco me voy haciendo un hueco en el mundo de la fotografía. Esta imagen ha gustado mucho, por ejemplo. Michael Wolf y los de Dan Bogman la han mencionado en sus cuentas de Instagram, y mi número de seguidores no deja de crecer.

Tecleó algo y le dio la vuelta al ordenador. La foto, casi abstracta, era la ramificación geométrica de líneas amarillas sobre un fondo azul. Parecía un boscaje futurista. Los colores intensos le daban un aire setentero.

–Es un fragmento del techo de la T1 –me aclaró, con un tono que dejaba entrever que me creía idiota.

–Lo sé, se diseñó en el estudio donde trabajo.

No me gusta fardar, pero su tono de voz me había tocado las narices.

Me miró fijamente por primera vez desde que nos habíamos adentrado en el bosque.

–¿En serio?

–En serio. Yo no formé parte del equipo que lo llevó, pero estuve en las reuniones de grupo donde se fue diseñando el anteproyecto. En esa fase cualquier idea es bienvenida.

–¿Eres arquitecto?

–Sí. –Pausa dramática–. Del W, en cambio, sí que me encargué yo.

La verdad es que cuando nos dieron el proyecto yo apenas llevaba un año en el Taller, y tenía un puesto muy júnior, pero a mis superiores les gustó mi trabajo y terminé supervisando una parte de la obra. La del Eclipse, nada menos.

Ahora ella estaba completamente erguida en el asiento, inclinada hacia delante. Había dejado el ordenador a un lado.

–¿Trabajas en el Taller de Ricardo Bofill? ¿En la Fábrica?

Me sorprendió que supiera dónde estaba mi estudio. Aunque es verdad que los edificios originales eran lo suyo, y esta antigua fábrica de cemento, reinventada por los propios arquitectos del Taller, desde luego, era original. Y fotogénica.

Vi un filón.

–Sí: podrías venir a echarle un vistazo, un día que esté tranquilo. El fin de semana, por ejemplo, o de noche. Y haces unas fotos. Siempre hay gente trabajando, así que no nos dirán nada.

 Se le pusieron los ojos como platos.

–Podría empezar por los jardines, aprovechando la luz de la tarde, luego seguir con el estudio, y dejar la catedral para el final… Aunque eso dependerá de cómo esté iluminada. Si el edificio está vacío, puedo vincular las imágenes al EmptyMovement, y así diferenciarme de otros fotógrafos. ¿Dices que podemos ir de noche?

No me podía creer que me lo pusiera tan fácil.

–Sí, mientras entremos antes de las siete no habrá problema. Más de una vez me he quedado hasta las tantas trabajando.

–¿Mañana podrías?

Bingo.

Julio. Casi me olvidaba de mi hijo. Se quedaría en mi casa hasta el domingo por la tarde, y si le intentaba cambiar los planes, Marga me iba a montar un cristo. Además, el sábado jugaba en la liguilla de fútbol y no quería perdérmelo. Solía llevarlo a merendar después del partido y le dejaba pedirse tantos helados como goles hubiera marcado.

–Este fin de semana no puedo. ¿Y el lunes?

–Por las noches trabajo en la mezcalería, de lunes a viernes. Y el sábado es luna llena –añadió, como si con eso lo aclarara todo. Debía de haber alguna fiesta de la luna llena en la playa de la que todo el mundo menos yo se había enterado.

–No pasa nada: lo dejamos estar, si tienes otros planes lo dejamos estar –le solté con indiferencia, rogando por dentro que mordiera el anzuelo. Si dejaba pasar demasiados días, esta chica se iba a olvidar de mí.

Se abrazó una pierna, apoyó el mentón sobre la rodilla, frunció el entrecejo, se mordió el interior de la mejilla. Pensaba. Se debatía con algo.

–¿Podemos quedar pronto, por la tarde? Me tengo que ir antes de que anochezca –dijo al fin.

–Hasta las siete habrá gente. Tendrás tiempo de sobras, ya lo verás. Te recojo a las seis, y así damos una vuelta primero y para cuando esté vacío ya vas a tiro hecho.

Llamaron al interfono.

–Mejor quedamos allí directamente –dijo ella levantándose–. Esto no es una cita.

Y se fue a abrir al taxista, que debía llevar un rato llamándome al móvil.

Un “gracias” hubiera estado bien, me dije mientras la seguía, dando saltitos, por la penumbra del pasillo.

 

 

****

 

 

Pensaba que esta chica no me podía sorprender, que ya la había calado. Me equivoqué de lleno.

Se suponía que teníamos una cita que no era una cita. Se suponía que le enseñaría el Taller, la dejaría tomar unas fotos y luego intentaría camelármela con más o menos éxito. Eso es lo que se suponía que iba a pasar. Era con lo que había estado fantaseando toda la semana mientras rogaba que se me deshincharan a tiempo la nariz y el tobillo.

Había muchas cosas que podían salir mal. De las que ocurrieron, ninguna estaba en mi lista.

Y ahora me encuentro en el apartamento de lujo de un tío con pelo azul, en medio de una fiesta de máscaras, voy en tejanos y con la cara descubierta, tengo una herida en el hombro que todo el mundo parece ignorar y una coreana llamada Eva enroscándose sobre mi como una pitón. Y Freya no sé donde está.

Aunque, a juzgar por lo visto y oído, creo que prefiero no saberlo.

Mientras la tal Eva –nombre falso, según me ha contado, que lleva en honor a su primera amante– sigue susurrándome guarradas al oído y frotándose contra mí de maneras de las que no imaginaba capaz el cuerpo humano, trato de poner en orden mis pensamientos.

Freya y yo nos encontramos, como habíasmos acordado, en la entrada de La Fábrica. Llegó sin maquillar, vestida con unos vaqueros rotos y una camiseta de Roger Waters que le sentaba de maravilla, coleta despeinada y la cámara colgando del cuello. Me saludo con un lacónico “hola”, al que respondí con dos besos en las mejillas; el segundo, cerca de la boca, se alargó más de la cuenta. Aproveché para rodear su cintura y acercarla hasta que se me clavó la cámara. Podía sentir su abdomen cálido irradiar contra mi piel. Decidí arriesgar: giré la cara apenas unos milímetros y la besé de verdad. Me respondió mordisqueándome los labios, besos apresurados que se terminaron como habían empezado. Se apartó, se dio la vuelta. Parecía que se avergonzaba de lo que había hecho.

La fotografía era, verdaderamente, su pasión. No paró de hacer fotos con expresión concentrada, dentro y fuera del edificio, hasta que nos quedamos sin luz. Sólo entonces pareció despertar de su trance, miró al cielo con expresión consternada, al reloj, soltó un improperio y guardó la cámara a toda prisa en su mochila.

–Me tengo que ir.

Así, sin más.

La agarré del brazo, tratando de convencerla para que se quedara un poco más, invitarla a cenar, volver a besarla, qué se yo: algo que la hiciera olvidar lo que fuera que tenía que hacer, a quien fuera que era más interesante que yo. Se zafó de mí, alejándose a grandes zancadas, sin molestarse en responderme. La agresividad no era lo mío, más bien al contrario, pero esa chica lograba sacar lo mejor y lo peor de mí. Corrí detrás de ella, decidido a sonsacarle, al menos, una explicación. Logré alcanzarla por el codo y la volteé bruscamente.

Entonces fue cuando me mordió. Con todos los dientes, en el hombro izquierdo, desgarrando tela y algo de carne. Dolía horrores. Me esforcé por no gritar, para no montar un escándalo si aún quedaba alguien en el estudio. Me apreté el hombro con una mano y solté a Freya. Se quedó quieta, mirándome horrorizada.

–Perdona, es que yo no… la luna… Mejor será que me vaya.

Ni de broma.

–Quiero que me cuentes qué te he hecho para que te comportes como una psicótica. Me lo debes. Y luego te puedes largar, si quieres: ya he tenido bastante.

Seguía con la mirada fija en mi hombro, paralizada.

–Nunca sale bien -dijo al fin. Lo suyo no eran las aclaraciones.

–Me da igual.

–No soy lo que tú crees.

–Qué sabrás tú de lo que pienso o dejo de pensar.

–Me ves como a una estudiante de fotografía sin muchas luces que te puede alegrar la vida una temporada mientras te recuperas de a saber qué catástrofe sentimental: un divorcio, seguramente.

Sonrió con suficiencia. Se me debía notar en la cara cuánto me había calado.

–Pero te has equivocado de lleno –continuó–. Búscate otro entretenimiento, porque lo único que conseguirás de mí es que te arruine la vida. Si es que no lo he hecho ya.

Se acercó.

–Déjame ver la herida.

Mientras me examinaba, se lamió con un gesto automático la sangre que le había quedado en la comisura de los labios. Temí haberme enrollado con una caníbal. Ese pensamiento se afianzó cuando la vi sacar una lengua larga, flexible y fina para lamerme el desgarro con el concienzudo tesón de los chuchos.

Eso había sido muy raro. Tanto, que empezaba a parecerme buena idea que se marchara para no volver.

Pero Freya también había cambiado de planes. Alzó la cara hacia mí. Sus rasgos parecían haberse transformado a la luz de la luna: ojos más rasgados, nariz más afilada; todo el rostro se había alargado dándole una expresión zorruna. Hasta las orejas parecía tener de punta.

–Qué coño…

–Te vienes conmigo –decretó–. Si las cosas van a ser como me temo, es mejor que estés en un lugar seguro. Y deja de mirarme con esta cara: todo esto no es más que tu culpa. Te dije que lo de hoy no era una cita. Te dejé bien claro que tenía que irme antes del anochecer. Pero tú decidiste por tu cuenta que había llegado la hora de hacer manitas. Tendrías que saber, a estas alturas, que no es no.  

Me encogí ante el reproche, como solía hacer, y la seguí sin rechistar. Ella caminaba deprisa, casi sin pisar el suelo; apenas podía seguirla. La herida del hombro palpitaba y me empecé a marear.

–Oye, mejor vayamos a Urgencias. Creo que tengo fiebre.

–Es normal: el corte ya está sanando. La fiebre es frecuente las primeras veces. Venga, date prisa.

Se subió a la moto y me invitó a montar. No había casco para mí. La agarré sin mucho entusiasmo.

Vi pasar la ciudad como en un borrón. Quizá debido a la fiebre, los sonidos y sensaciones parecían haberse amplificado. Nos metimos en Las Ramblas: el olor a comida rápida y a humanidad me dio arcadas. Freya callejeó a toda velocidad por un Raval que apestaba a cóctel de orines y se detuvo frente a un edificio del siglo XVI, sobrio y señorial, de los pocos que aguantaban aún entre narcopisos y call centers.

Había un portero con pinganillo en la entrada.

–Freya Andersen y acompañante –dijo ella alto y claro. Me cogía de la mano, quizá para ayudarme a mantenerme en pie. El portero me miró con recelo. Yo, en vaqueros y camiseta, temblaba por la fiebre y debía parecer más un drogadicto que el tipo de acompañante al que este hombre estaba acostumbrado.

–Lo siento mucho, señorita, pero el caballero no está en condiciones de entrar.

Freya le lanzó al portero una mirada de hielo.

–El caballero ha sido invitado personalmente por el Conde de Holstein–Gottorp. Como puede usted ver, ha sido agredido por el camino y necesita subir inmediatamente y recibir la atención médica necesaria. –Mientras hablaba, rebuscó en su mochila hasta sacar el móvil. Abrió la lista de contactos y le plantó el teléfono en la cara al gorila. –Supongo que tendré que pedirle a Héctor que desatienda sus labores de anfitrión sólo para bajar aquí y decirle a usted cómo hacer su trabajo.

–No hace falta, señorita –respondió el portero con la mandíbula apretada ­–. Disculpe el malentendido. Pueden pasar.

 

 

El ascensor era de madera, de los de finca antigua. Mientras nos llevaba traqueteando hasta el último piso, Freya aprovechó para sacar de su mochila una máscara de lobo que se anudó sobre la coleta, recolocando algunos mechones sueltos frente al cristal deslucido. Nos detuvimos con una sacudida ante lo que parecía ser el interior de un loft. Al abrir la puerta descubrí un espacio diáfano, apenas marcado por la mínima expresión del pilar maestro. Las paredes, en un siena tostado, la iluminación indirecta y el parqué de roble macizo le daban calidez a pesar de la amplitud del espacio. Sonaba música lounge de la que viste, pero no molesta. Todo era delicado y elegante, incluidos los invitados: ellos en traje oscuro, ellas vestidas de cóctel, la mayoría en riguroso negro. Todos llevaban máscaras. En aquel momento no sabía si me incomodaba más mi aspecto enfermizo o las deportivas que había decidido ponerme para la cita, pensando que así parecería más juvenil y moderno. Freya, en cambio, se movía con naturalidad por la sala, cazando al vuelo un par de copas de champán, de las que me alargó una. Desde luego, la capacidad de esa chica para conseguir alcohol era digna de admiración. Me cogió de la mano y cruzó la sala con paso decidido, dando sorbos a su copa de champán, hasta plantarse delante del vikingo con quien la vi pelear y besarse apasionadamente la primera noche, a las afueras del Eclipse. El hombre, vestido con un traje oscuro y camiseta en pico color vino, llevaba una máscara de tigre. Me repasó de arriba abajo, torciendo el gesto.  

Rogué por que Freya no me hubiera traído a la fiesta de su novio.

–¿Quién es este? –preguntó él, reafirmando mis temores.

–¿Dónde está Héctor? –respondió ella.

–No le va a gustar nada que te hayas traído un amiguito. Sin avisar, además. ¿Se puede saber qué te pasa? Sabes perfectamente que hoy no puede venir nadie de fuera.

–Oye, que yo me marcho, que no quiero estorbar… –dije alzando las manos en un gesto de disculpa. Me di cuenta de que arrastraba las palabras, como un borracho.

Al tipo le cambió la cara. Miraba algo a la altura de mi hombro. Me pasé la mano por donde miraba, buscando algún pelo, un bicho, y palpé el desgarrón. Pues claro. Por un momento me había olvidado del mordisco. Rocé con los dedos la herida, sorprendido al comprobar que ya se había cerrado, formando una cicatriz en forma de media luna. Mientras yo intentaba encontrarle la lógica a aquello, Freya y su amigo-novio, o lo que fuera, parecían discutir en voz baja. Al fin, ella asintió y se acercó de nuevo.

–Te llevaré con Héctor. Él se ocupará de ti.

Y fuimos –los tres, porque el hombretón rubio no tenía intención de soltar a la chica– hasta un nutrido grupo que ocupaba toda la esquina derecha del salón. En su centro, repartiendo por igual sonrisas, apretones de manos, bromas y caricias de uno a otra, ocupado con todos sin detenerse en ninguno, había un hombre delgado y de pelo azul. Llevaba un traje de tres piezas estilo Saville Row, en índigo oscuro, y una máscara de pulpo plateada cuyos tentáculos se enredaban con la barba, del mismo tono que el cabello.

Freya se abrió paso por apretado grupo hasta alcanzar a Barba Azul. Él la abrazó efusivamente, miró de reojo sus tejanos y su camiseta rocanrolera y escuchó atento las explicaciones que ella le daba. Mientras, el tigre rubio y yo esperábamos, ignorándonos mutuamente.

Decidí relajar un poco la tensión.

–Hola, soy Marc. Encantado.

Me lanzó una mirada furibunda.

–¿Hace mucho tiempo que conoces a Freya? –insistí–. Yo, de hecho, sólo llevo un par de citas. Bueno, ninguna ha sido en realidad una cita, pero…

El tipo se giró bruscamente y se inclinó hacia mí. Tenía unos ojos verdes y turbios, peligrosos.

–Conmigo no te hagas el gracioso. Y con ella no te pases de listo. No es tu chica, ni lo será nunca. Ni tuya, ni de nadie –añadió, con una inflexión de dolor–. No me gustas. La única razón por la que ayudaré a Frei es porque no sé decirle que no, y porque conozco bien los problemas que puedes traernos. Así que nos ocuparemos de ti, y vas a ser un buen chico y harás lo que te digamos. Sin preguntas. Sin protestar. ¿Te ha quedado claro?

–Guarda esas garras, Klaus. Déjalas para luego. –Freya había vuelto, por fin, y parecía más tranquila. De hecho, se le dibujaba una sonrisa coqueta que no iba dirigida a mí, sino al vikingo de máscara de tigre. Había vuelto con el barbudo, a quien, para colmo, traía agarrado por la cintura.

Por suerte, lo soltó en seguida y se acercó a mí, pero sólo para susurrarme al oído: “Quédate con Héctor, todo irá bien. Ahora vuelvo.” Me rozó apenas la mejilla con los labios y se marchó con ese tal Klaus. El hombre tigre se giró una última vez para mirarme por encima del hombro, esbozando una sonrisa triunfal antes de desaparecer con mi chica –si es que alguna vez lo había sido –por una de las puertas laterales.

 

 

Descubrí que Barba Azul era el anfitrión de la fiesta: el Conde (Graf en austríaco) de Holstein-Gottorp; Héctor, para los amigos. No sabía hablar español; su inglés, en cambio, era impecable, sin apenas acento. Me llevó, acompañándome suavemente, un brazo por encima de mi hombro, a la terraza, mientras me aseguraba que sus fiestas no solían ser tan estiradas, pero que de vez en cuando era agradable vestir bien, volver a los clásicos. Era fácil charlar con él contemplando las luces del casco antiguo mientras enlazábamos cócteles y temas de conversación. Por supuesto, hablamos de Freya, a la que definió como “una buena amiga”. Se conocieron en Formentera, donde él tenía otra casa y solía pasar temporadas largas, para escribir y huir del mal tiempo londinense. Ser escritor, aclaró guiñándome un ojo, no era para él una profesión, sinó una pasión. Saber que jamás podría vivir de eso sólo lo hacía aún mejor. “Es como tener una relación secreta: todo el fuego, ningún compromiso”, añadió, pasándome un dedo por la cicatriz, como si comprobara que todo estaba en orden.

Las atenciones de Héctor, siempre educadas, siempre encantadoras, estaban derivando en un flirteo que me alejaba cada vez más de mi objetivo: volver a encontrar a Freya. Decidí redirigir la conversación preguntando por Klaus y por su relación con ella. Héctor pareció confundido por un instante, como si hubiera olvidado de qué nos conocíamos. Pronto se recompuso y llamó a un camarero:

–¿Sería tan amable de pedirle a Lucille que le de una de las máscaras que guardo en el ropero, la de lobo gris, y de traérmela? La necesitamos para nuestro invitado. –Cuando el camarero se marchó a cumplir su cometido, Héctor se volvió hacia mí. –El gris casará bien con el azul de tus ojos. En cuanto a Klaus, no te preocupes mucho por él: no es tan fiero como parece. Tú déjalo rugir de vez en cuando y respeta su territorio; él respetará el tuyo. Si te pones en plan macho alfa, tienes las de perder.

El camarero apareció de nuevo, llevando una máscara en la mano.

–Muchas gracias, ha sido usted extremadamente rápido. Espero no haberle entretenido demasiado. –Héctor le rogó al camarero que le trajera un par de cócteles más mientras me ataba la máscara, sin preguntarme siquiera. –No tengo un traje de tu talla que prestarte –se disculpó–, pero si te vas a quedar aquí, necesitas llevar esto. Son las normas.

Espera, espera.

­–No te ofendas –le interrumpí–, pero no es muy difícil adivinar de qué va esta fiesta, y yo soy un tío normal, tranquilito, un padre de familia que lo más atrevido que he hecho ha sido divorciarme y mudarme a la Barceloneta. A mí estos rollos de… grupo, y… y de swingers, no me van. Lo respeto, eso sí, a cada cual sus gustos. Pero no es mi estilo.

Me miró, divertido.

–Quizá me he perdido algo. ¿Se puede saber, entonces, qué haces en mi fiesta? Yo no te he invitado, que recuerde.

Eso me gustaría saber a mí, estuve a punto de responderle, qué coño hago aquí, enmascarado y flirteando con el hombre pulpo. Pero me callé a tiempo. Porque tenía razón. Porque había llegado hasta allí persiguiendo a Freya, como la había perseguido hasta el corazón del bosque, como la seguiría a dónde hiciera falta. A la casa de Héctor en Formentera, si ella me lo pidiera; a la guarida del tigre escandinavo. Si ni siquiera a mordiscos me había disuadido de seguirla.

Bajé la cabeza, avergonzado.

Él me pasó el brazo por los hombros, riendo.

Frei tiene razón: además de guapo, eres encantador. Y buen tío, además. Es imposible no cogerte cariño. Ven –añadió, llevándome por el codo–, quiero presentarte a alguien.

Dejamos la terraza y la noche veraniega para adentrarnos en una enorme galería acristalada, una maravilla de cristal y acero que cubría un jardín tropical, con árboles, lianas y helechos. En el centro de todo había una piscina climatizada, humeante, que le habría costado una fortuna sólo en permisos y refuerzos. El aire era húmedo, más cálido que el de la terraza, y mucho más que el interior refrigerado del loft. A la mayoría de los que estaban allí, sin embargo, no parecía molestarles la temperatura, ya que iban en ropa interior, bañador o directamente desnudos. Eso si, nadie, ni siquiera los que estaban en el agua, se había quitado las máscaras: de hecho, las llevaban con tal naturalidad que parecía que se hubieran fundido con el rostro, del mismo modo que sus propietarios se fundían unos con otros. Aquello era la zona húmeda de la fiesta.  Olía a jungla y a sexo.

Traté de preguntarle a Héctor por qué me había traído hasta allí, pero me di cuenta de que los cócteles me habían subido a la cabeza, o quizá fuera la fiebre, o el calor. En cualquier caso, ya no podía hablar. Le interrogué con la mirada mientras trataba de mantener la compostura apoyándome en una palmera. Héctor, aún impecable en su traje de tres piezas, ignoró mis súplicas silenciosas y se acercó a un árbol formidable, escrutando entre la copa con detenimiento. Al fin, emitió un sonido agudo e intenso, una mezcla entre silbido y siseo. Lo repitió un par de veces. Poco después vi cómo se descolgaba del follaje, a lo Circo del Sol, una asiática en trikini y con máscara de serpiente. Reconocí en seguida a la oriental que se había marchado con Klaus la noche del Eclipse.

–Marc, te presento a Eva, una buena amiga. Eva, este es Marc: es nuevo aquí y está un poco perdido. ¿Podrás ocuparte de él, preciosa? Ha venido con Freya; te gustará. –Héctor acarició a la acróbata en la mejilla, me revolvió el pelo y volvió tranquilamente al salón, que parecía ser su hábitat natural, cogiendo al vuelo uno de esos cócteles que circulaban sin parar.

 

Así que aquí estoy.

Tampoco es que me haya aclarado nada, revisar los acontecimientos. Pero cada vez me importa menos lo que pasa y por qué. Eva me susurra, con sibilancia hipnótica, justo lo que quiero oír: palabras de admiración, de deseo, que llegan como un bálsamo tras tantos años de desdén con Marga, tras estrellarme contra la frialdad de Freya. Cada vez tengo más calor, la fiebre se está intensificando y la piel me escuece, me aguijonea. Pero eso es lo de menos. Eva, o como se llame en realidad, me ha quitado la ropa entre mohines de geisha, dejándome en calzoncillos, y se va enroscando sobre mi cuerpo: frota su antebrazo contra mi pecho, me acaricia la oreja con los dedos, cosquillea con su lengua en mi clavícula, y, en un alarde de contorsionismo, alcanza con su otro brazo mi espalda enlazando una pierna alrededor de mi muslo. Su piel, suave y aceitosa, casi no se distingue de la licra del bañador. Aún y así, el trikini me empieza a estorbar, más que nada porque no me deja ver lo que hay debajo. Mientras su pierna –o su mano, o lo que sea eso– sigue deslizándose muslo arriba y se introduce por la pernera del calzoncillo, yo le voy quitando el bañador y descubro que es tan profesional por fuera como por dentro. Le acaricio los pechos de cirujano caro, le pellizco los pezones oscuros. Su piel cobriza está extrañamente reluciente, como si la geometría de escamas del bañador hubiera saltado al resto del cuerpo.

A ver si me habrán puesto algo en la copa.

Aunque a estas alturas ya me parece bien todo. Ni me inmuto cuando veo que los rasgos de su máscara se han mezclado con el rostro, dejándola con facciones de serpiente, ojos rasgados y sonrisa humana; o que la cascada lisa y negra del pelo es ahora una espalda, mejor dicho, un dorso negro con bandas verdes, más oscuro que el vientre. Sigue estrechando mi cuerpo, como buena pitón, y yo logro liberar una mano para acariciar la piel lisa, tierna, impoluta, de su vulva. Suspira, bascula la cadera hacia delante engullendo mis dedos en su interior cálido, palpitante, y empieza a enroscar alrededor de mi pene lo que parece una cola de serpiente que recorre también los testículos, los envuelve y los atrapa, acariciando mi entrepierna entera en un movimiento ondulante, en el roce pendular de una caricia que no imaginaba posible.

Estoy a punto de correrme.

Pero no.

Porque entonces mi entorno empieza a cambiar. Como ocurrió antes, en la moto, pero más intensamente. Las luces brillan tanto que tengo que entrecerrar los ojos. Los sonidos parecen crecer y proliferar de cada rincón:  susurros y batir de alas en los árboles, chapoteo en la piscina, relinchos al fondo y, en el salón, a través de la pared, distingo conversaciones mezcladas con, rugidos, gorjeos, risas, y la música lounge envolviéndolo todo.

Estoy en pleno Jardín del Edén. O dentro de un cuadro del Bosco, según como acabe la cosa.

Acaba de golpe.

Eva interrumpe bruscamente sus manipulaciones y se aleja de mí, crispada, erguida como una cobra en posición de ataque: el espacio entre el cuello y la cintura ensanchado, cóncavo, los ojos apenas una rendija, la lengua bífida, la boca entreabierta emitiendo un siseo con visos de carcajada.

Me abalanzo sobre ella con toda la fuerza de mis cuartos traseros, gruñendo por el dolor del deseo frustrado. Cazar a una serpiente no puede ser tan difícil. Pero se me escapa; se desliza por el tronco del árbol y desaparece en el follaje. No puedo hacer más que arañar inútilmente la corteza y lanzar bocados de frustración al aire.

Entonces, y sólo entonces, me doy cuenta de en qué me he convertido.

Comprendo que no era mi entorno el que cambiaba, que no sólo Eva se transformaba, sinó que yo también adquiría pelaje, colmillos, cola y sentidos de lobo.

Y ahora estoy más cachondo que nunca.

Troto hacia el salón, olfateando entre piernas y pezuñas, buscando un rastro. Olor a tierra mojada, a madera y miel. Con el hocico pegado al suelo, sigo una estela cada vez más nítida hasta alcanzar unos botines de cuero con tacón de aguja, unas pantorrillas desnudas y esbeltas.

No llevaba esto, antes. Pero el olfato no me engaña: es ella.

Olisqueo el interior de su muslo y alzo la vista. Aún va enmascarada, pero se ha maquillado. Enfundada en un vestidito negro, me sonríe con las facciones recompuestas. Podría engañarme a mí mismo, pensar que ha pasado el tiempo cambiándose de ropa, aseándose; pero debajo del olor a jabón y agua quedan trazas de hembra en su piel, y de macho. Uno que no soy yo.

Se me eriza el lomo; emito un gruñido ronco.

Ella se agacha y me acaricia detrás de las orejas. Parece muy contenta de verme. Me pasa la mano por el lomo y me va hablando, conciliadora:

–Créeme, teníamos que hacerlo así. Yo ya había empezado a cambiar, y no podía arriesgarme a que te asustaras, salieras corriendo y te perdiéramos a medio transformar. Esas cosas sólo acaban mal. Así, en cambio, es mejor, ¿verdad? ¡Y estás tan guapo! Si supieras cuánto tiempo hace que busco a alguien como tú, alguien que sea como yo…

Se ríe y me rasca el costado; su escote huele a fruta, a carne tierna. Me parece que su voz está cambiando, que se ha vuelto ronca, y su olor también se intensifica, como si la piel fuera de cuero curtido.

–Ven –me dice–, no perdamos más tiempo.

La sigo hasta unas escaleras estrechas y mal iluminadas que sube ya a cuatro patas, veloz, con los muslos alzados, la cola enhiesta, el ano visible y contraído. Corro detrás suyo, jadeo. La alcanzo en lo alto de una pequeña azotea y la derribo contra el suelo de teja tibio, donde sólo estamos ella, yo y la luna; me sumerjo en el aroma a almizcle de su sexo y devoro cada uno de sus jugos mientras ella trata de quitarse el vestido con unas manos encogidas en zarpas de dedos cortos, demasiado torpes para tareas humanas. Se lo arranco a mordiscos y la monto, avanzando por el paisaje resbaladizo de su interior. Ella se muerde la pata, ahogando un aullido, y arquea el vientre de modo que alcanzo a lamerle los seis pezones rosados, recorriéndolos minuciosamente con mi lengua larga, flexible y sorprendentemente sensitiva. Huele tanto a hembra en celo que se me nubla la vista.

Gime de nuevo, ondula, gruñe, y comprendo que algo no va bien. Me detengo en seco, inclinando la cabeza a un lado. Ella aprovecha el espacio para darse la vuelta con un golpe de lomo y caer sobre sus cuatro patas. Retrocede hasta encajarse contra mis flancos. Yo abrazo su delicada cintura con las patas delanteras, le muerdo el pelaje gris ahumado de la nuca y la penetro.

Freya responde con un aullido de placer y yo, al fin libre, al fin suyo, al fin solos, me pierdo en un éxtasis blanco, cegador, que parece alcanzar la luna.  

Hay quien dice que en Barcelona todavía quedan lobos.

 

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