INFIEL

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«Nuestros cuerpos son nuestros jardines,

nuestras voluntades son nuestros jardineros»

William Shakespeare

 

Sentada en la acera, con las piernas cruzadas en la posición del loto, la niña contemplaba fascinada cómo yo descargaba el equipo de jardinería de la parte trasera de la camioneta. Había aparcado justo enfrente de la que creí que era su casa, uno de esos chalets prefabricados que habían dejado atrás el hormigón y parecían diseñados por un juguetero, pegados unos a otros como si esperaran en la cola del paro. Aunque en ese barrio nadie estaba acostumbrado a esperar ninguna cola. La niña tenía un enorme lazo rosa en el pelo. Sus dedos hurgaban bajo la cinta que lo mantenía unido a su cabello mientras me escudriñaba con su mirada de siempre-tendré-más-dinero-que-tú. Me pregunté dónde estarían sus padres, pero no sentí preocupación por su ausencia. En esos barrios, si la niña estaba sola en la calle era porque no corría peligro. O porque a sus padres les importaba una mierda.

—¿Es usted jardinero? —me preguntó.

Uno de los laterales de mi camioneta muestra un jardín frondoso cubierto de flores de cientos de colores. Y perdido entre ellas, un hombre armado con unas tijeras desproporcionadas, sonriente, listo para hacer su trabajo. O para perderse en la jungla y ser devorado por algún animal salvaje. Esa ilustración había encandilado a la niña. Poco había de realidad en ella, pues yo me dedicaba a algo mucho más mundano. Trabajaba en los jardines, sí, pero en los pequeños, similares a los que la niña tendría sobre la piel verde de su espalda cuando creciera.

—Sí —dije—. Quizá vengo a ver a tu mamá.

Ella se enfurruñó y negó con movimientos bruscos de su cabeza, tan bruscos que pensé que su cuerpo se desmoronaría y la cabeza rodaría calle abajo hasta abandonar la urbanización. Hasta llegar a los arrabales, a mi casa.

—Mi mamá no es de esas —dijo.

Yo sonreí. A saber qué le habían contado a la niña. Ni quería saberlo ni me importaba. Mejor no hablar con ellos, me decía siempre mi mujer. No son como nosotros, no provenimos de la misma rama, decía. Como si nuestras raíces divergieran desde nuestra misma concepción. Quizá era así. O quizá en el mundo había jardines y jardineros, y a cada uno le tocaba una cosa. Pura suerte. Coloqué el equipo en la carretilla, me despedí de la niña con una sonrisa muy forzada y enfilé la entrada del chalet. No debía ser su casa, porque se despreocupó de mí y volvió su atención al falso jardín de mi camioneta.

Los setos de la entrada al chalet habían sido recortados para semejar tenedores. O tridentes tal vez. Me adentré entre ellos, siguiendo el camino de tierra que llevaba hasta la puerta de entrada, sintiendo que en cualquier momento florecerían a mi alrededor cucharas y cuchillos, como si todo aquello conformara una inesperada invitación a cenar. En la puerta me esperaba un hombre achaparrado, de piel blanca y arrugada, que me tendió una mano temblorosa y me dijo que se llamaba Ismael. Yo no le dije mi nombre.

—La señora está en la parte de atrás, en la piscina. Tomando el sol —dijo

—La fotosíntesis de la mañana, ¿eh? —dije yo, pero él no sonrió.

Me indicó el camino de losetas verdes que bordeaba la casa y se perdía entre los arbustos y un platanero. Lo hizo con esa cadencia de los obedientes, de los sumisos. De los que han aceptado la servidumbre para permanecer junto a los poderosos. Para comer sus migajas y recoger las sobras. No pude evitar mirarlo con cierto desprecio. No porque yo fuera mejor que él. Yo también estaba aquí para hacer el trabajo que me habían encomendado. Y los dos teníamos un color de piel inapropiado para el barrio. De alguna forma retorcida, me sentía distinto. De otra especie. Como si conviviéramos en este mundo medio centenar de especies distintas y nos dijéramos los unos a los otros que, eh, sí, compartimos rasgos de humanidad que nos permiten creernos similares, pero nunca lo seremos. Ni por asomo. No sé qué me hacía pensar que yo era mejor que él. Algo nebuloso, indefinido, pero suficiente para arrastrar mi carretilla por el camino de losetas con un estúpido aire de superioridad.

Toda la pared de la casa que quedaba al lado del camino estaba acristalada. Cotilleé el interior sin disimulo. Escaleras de mármol que brotaban del salón, enroscándose alrededor de una barandilla dorada, se perdían en un agujero en el techo. Había una chimenea, una de esas modernas que pretendían no serlo. Y una alfombra dorada entre el chaise longe de mercadillo y la televisión de setenta pulgadas empotrada en la pared. Había dinero allí, sí, pero no el suficiente para contratar a un decorador de interiores.

El traqueteo de la carretilla anunciaba mi llegada. La señora, porque no podía denominarla de otra forma, me esperaba tumbada bocabajo sobre una de las hamacas vedes que habían plantado alrededor de la piscina. El ambiente olía a desinfectante, a tallos recién cortados. La piscina tenía forma sinuosa, como de pitón bien alimentada. Rodeé el borde de la piscina con mi carretilla y continué el camino hasta las hamacas. Había media docena, repartidas casualmente por todo el solárium. En uno de los laterales de la piscina rumoreaba una cascada artificial. Las vallas de alambre de espino que cercaban la propiedad y negaban el acceso al bosque que se abría más allá rompían la estampa bucólica.

—Buenos días, señora —dije.

Ella alzó el brazo derecho como saludo y señaló su espalda. Las gafas de sol, grandes y oscuras, no me permitían ver sus ojos, y su boca quedaba oculta bajo la hamaca. Su cabello estaba recogido en un moño, para permitirme trabajar con facilidad. No llevaba la parte superior del bikini y su espalda, expuesta, se mostraba en toda su belleza salvaje.

Los árboles se enmarañaban alrededor de la columna vertebral. Habían desbordado sus ramas sobre los dorsales y las copas, verdes y brillantes, apenas dejaban entrever el movimiento, la vida, que se gestaba bajo ellas. Los troncos, delgados y retorcidos, brotaban de innumerables puntos sobre su piel y solo dejaban espacio para las edificaciones, chozas de madera y barro localizadas en la escápula y en las vértebras cervicales. Si me acercaba lo suficiente podía oír a los monos gruñendo y chillando mientras saltaban de rama en rama, recorriendo los deltoides. Vi también pájaros de brillantes colores engarzados en las ramas más altas, junto al trapecio, e incluso un tucán, que revoloteó perezosamente sobre la arboleda de las vértebras lumbares sin aventurarse más allá, hacia los glúteos cubiertos por el bikini negro, donde la selva perecía.

Abrí mi caja de trabajo, saqué el material que debía utilizar y me protegí ambas manos con un par de guantes de látex recién estrenados. Después, dejé las tijeras adaptadas y el aporcador a un lado, me ajusté las gafas de aumentos y, con sumo cuidado, introduje dos dedos entre las coronas más cercanas a la columna, a la altura de las vértebras dorsales. Los aullidos de los monos se convirtieron en clamor. Una bandada de guacamayos azules saltó hacia mi rostro y descendió sobre las chozas para después perderse bajo el enramado.

—¿Y qué es exactamente lo que debería vigilar, señora? —dije.

Ella ronroneó como un gato y giró la cabeza, lo suficiente para que pudiera ver sus labios de color verde.

—A mi marido —dijo, y dejó escapar una risita—. No, en serio, verá, me gustaría valorar un trasplante.

—¿Un trasplante?

Ella suspiró.

—Ay, sí. De la estructura cervical. Árboles y animales, claro, pero sobre todo ese coqueto poblado. Verá, mi marido… —dijo.

—¡Andrea, por el amor de Dios!

El hombre que venía casi a la carrera por el camino de losetas debía ser ese marido que ella mencionaba. Llevaba un traje a medida, de los caros, y un maletín de cuero en la mano que lanzó a la piscina en un gesto de rabia. Me dedicó una mirada de desprecio y se acuclilló frente al rostro de su mujer, como si yo no existiera. En cierto modo, eso era cierto. Para los fotosintéticos los jardineros, imprescindibles en ocasiones puntuales, no somos más que una especie de segunda fila. Unos analfabetos que se alimentan de carne y no han sabido dar el siguiente paso evolutivo.

—Andrea, por favor, un jardinero. ¡Has traído un jardinero! ¿No habíamos hablado ya de esto?

Ella se incorporó en la hamaca hasta quedar sentada. Pude ver sus pechos, lo que me reafirmó en la idea de que yo ya no estaba allí. De que sobraba, si alguna vez había sido necesario. Comencé a recoger mis cosas mientras el hombre acercaba una de las hamacas y la colocaba junto a la de su esposa.

—Cariño, son tan adorables —dijo ella.

—¡Caóticos! ¡Son caóticos! Si queremos que esto fructifique, si queremos que lo nuestro arraigue, no podemos dejarlo en manos de unos salvajes, por favor —dijo él.

Me miró de reojo, como si quisiera incluirme en ese grupo al que hacía referencia y al que yo había ubicado inequívocamente sobre las vértebras de la señora.

—Bueno, será mejor que me marche —dije.

Nadie respondió. El hombre ya se había quitado la chaqueta y la camisa y se había tumbado bocabajo en otra hamaca, junto a su esposa. Brotaba humo negro de la sección torácica de la columna vertebral del hombre. Vi las fábricas desplegadas por toda su espalda. Vi los camiones, y aquellas pequeñas personitas uniformadas junto a las cuchillas de corte, transportando los troncos, preparándolos. El rumor afilado de las cuchillas sobre la madera. Las órdenes, el traqueteo de los vehículos sobre los dorsales, de camino a la espalda de su mujer. Toda una industria maderera levantada sobre la espalda de aquel tipus que había entrelazado los dedos con su esposa, que la miraba con una mezcla de cariño y reproche. Me pregunté qué fabricaría. ¿Palillos de dientes?

Recorrí el camino de losetas verdes, de vuelta a mi camioneta. Detrás de las cristaleras, Ismael me sonrió y levantó el dedo corazón de su mano derecha. Ya sabía quién había avisado al marido. La niña ya no estaba por allí. Alguien había pintado una obscenidad en el lateral de mi camioneta, justo sobre las gardenias.

Muy a mi pesar, sonreí.

Como decía mi madre, hay que saber escoger en qué jardines te metes.

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