ESA MONSTRUOSIDAD GRIS SIGUE AHÍ
Si te ponías delante, parecía que te miraba, o que estuviera a punto de desmoronarse sobre ti. Subías la mirada, y solo había ventanas y cemento, unas encima de las otras. Hasta tan arriba que las últimas apenas eran puntitos en la lejanía.
Construidas en 1965 con el nombre de “Complejo residencial Las Doce Torres” Un nombre que nadie había usado nunca, cada uno de sus edificios en forma de cruz y de color gris miraban al cielo como prototipo de un nuevo modelo de pisos baratos y asequibles. Un concepto de pequeños pueblos verticales a las afueras que descongestionaría la gran ciudad.
Su promotor había llegado a un acuerdo con el alcalde para construir una veintena de Colmenas como solución para reubicar a todo el cinturón de obreros de la industria de periferia, que hasta ese momento vivían en pequeñas casas unifamiliares creadas a finales del siglo XIX y que ahora ocupaban un espacio goloso para el consistorio y que podía ser recalificado en cualquier otra cosa de la que sacar dinero.
De aquel faraónico proyecto que había nacido y muerto en aquel enorme descampado ubicado en medio de un enorme cruce de autopistas a ocho kilómetros de la entrada de Barcelona solo se construyó un único complejo.
A ese conjunto obsceno la gente que lo habitaba lo llamaba la Colmena, y seguía en pie a pesar de todo lo que sucedió dentro. Sus gigantescas paredes que olían a humedad y óxido habían visto pasar muchas cosas, algunas terribles, en su larga vida.
Y luego estaba lo otro, aquello que no estaba matando a gente, al menos no demasiado rápido, pero que se estaba comiendo al propio edificio, me refiero al lento deterioro que se extendía desde el nivel 3 del aparcamiento subterráneo de algunas de las torres, inundado por filtraciones que venían del rio Besós.
De apenas un palmo de agua en los años sesenta se había pasado a los tres metros y medio de profundidad de un lago de aguas frías y oscuras que empezaba en las rampas de la segunda planta subterránea y que seguía subiendo centímetro a centímetro cada año.
Aquello hacía que los cimientos de los edificios, sumergidos desde hacía años, se fueran descomponiendo poco a poco, en un lento declive que llevaría a la Colmena al colapso en algún momento de un futuro no demasiado lejano.
Eso lo sabían en la Colmena y en el ayuntamiento, pero como solía decir el concejal de urbanismo de turno ¿Es un problema ahora? NO. Pues que lo solucione el que me sustituya.
Al principio las doce torres debían estar rodeadas de un césped que nadie plantó, unos árboles que murieron por la contaminación que generaban los coches de las autopistas circundantes, y una piscina de la que solo se hizo un agujero, que luego fue rellenado con basura.
Fue tal el desastre de gestión que en algunas torres se construyeron huecos de ascensores que luego nunca fueron instalados. En los planos originales se habían proyectado pequeños centros comerciales en la planta veinte de cada torre, de los cuales solo se hizo la mitad de uno en la primera torre, y del que se cerró la última tienda a mediados de los años ochenta.
Cuarenta plantas por torre y doce apartamentos por planta, cuatro escaleras generales y cuatro ascensores por edificio de los cuales no llegaron estar operativos ni la mitad del total.
Y una población masificada de unos nueve mil habitantes.
Habitantes forzosos, que habían estado acostumbrados a vivir en casas, a pasar las tardes sentados a la fresca en la calle. Familias, algunas muy numerosas, obligadas a hacinarse en pequeños pisos de apenas cuarenta metros cuadrados que tenían que aprender a convivir con multitud de vecinos encima, debajo y a su alrededor.
Los primeros años fueron duros y sangrientos.
Hubo violencia. Hubo muertos.
Pero la vida se abrió camino, y las nuevas generaciones, ya nacidas en la propia Colmena, solo conocieron aquel lugar, y lo llamaron hogar. Alejada de todo, incomunicada en medio de las autopistas, la Colmena se convirtió en una extraña deformación de lo que su promotor había imaginado: un pueblo autónomo, que sentía que todos les habían dado la espalda. Una pequeña ciudad, que odiaba a su hermana grande.
A finales de los setenta, la Colmena se hizo tristemente conocida a nivel nacional por un asesino en serie que operaba en las torres, un habitante incierto, que nunca fue atrapado por la policía.
Simplemente desapareció. La Colmena se lo tragó.
Y los asesinatos cesaron.
A partir del nuevo siglo las cosas mejoraron. Mucha gente nueva, expulsada de la ciudad por el precio de unas viviendas que no podían pagar se habían comprado pisos en la Colmena y eso había revitalizado la sangre que fluía por ella.
Hasta que aquella cosa despertó y la gente empezó a morir de nuevo.