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—Papá... ¿Falta mucho?

—Ya casi estamos.

Mercè se detenía cada pocos pasos para esperarle. Él avanzaba visiblemente cansado, ausente, con la mirada perdida en un cielo otrora azul. La niña no lo echaba de menos; nunca lo había visto. Pero se lo había imaginado un montón de veces escuchando las historias de quien más amaba. Azul cielo… El color favorito de papá. Y el de los gorritos de cumpleaños que llevaban en sus cabezas. 

Las sacudidas rítmicas de la carretilla y los pasos de los dos areametropolitanos rompían el silencio reinante en el antiguo cauce. Un contraste sonoro que, después de la curva, fue visual: no muy lejos de allí, tres grandes torres metálicas destacaban delante de un horizonte gris y turbio.

Un gran cartel oxidado indicaba que iban por buen camino. “Área de Reciclaje Besòs –Coordinadora Catalana de Bajas Emisiones”. Alguien había escrito torpemente “FELICES FIESTAS” con espray negro. Mientras seguía tirando de la pequeña carretilla, Mercè recordaba cómo habían hecho el tió el día anterior. Y es que el cumpleaños de papá siempre era el mejor día del año: Navidad, pastel de chocolate, tió, sombreros divertidos. Historias sobre cómo los bisabuelos se abrigaban en invierno, o cómo hacían muñecos con agua congelada. La nostalgia de un pasado no vivido cruzó fugazmente la mirada de Mercè. Estaba triste. Ese año, papá había hecho 50… y sería el último a su lado. 

A medida que se acercaban a las grandes puertas de metal, papá tosía más y más. Para ella, cada tosidura le recordaba la responsabilidad que tenían sus pulmones para las generaciones futuras. Papá no era híbrido, y consumía demasiado oxígeno. Tocaba despedirse.

Un torrente de emociones luchaba por desbordarse a través de sus ojos. Giró la cabeza, avergonzada, y se fijó en los dos objetos de la carretilla: un viejo tió, y un pastel de chocolate a medio terminar. Los únicos recuerdos tangibles que le quedarían del mejor día del mundo. Abrazó a papá como nunca lo había hecho, y antes de que dos niños como ella se lo llevaran dentro, Mercè pulsó el pequeño interruptor que tenía en el pecho. Por un breve y mágico instante, pudo respirar el mismo aire que papá.

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