SI ROMPEMOS LAS CADENAS
Al final, Angela no había sospechado nada y se había llevado una sorpresa al cruzar la puerta corredera y recibir nuestro clamor de felicitación. O eso es lo que me aseguró ella más tarde, al llegar a casa. A lo mejor solo me lo dijo para complacerme. Bueno, en realidad que más da. El hecho es que la celebración fue rodada; un atardecer agradable en compañía de la familia cercana, anécdotas distendidas, un catering delicioso y el mejor jazz de George Benson, uno de los favoritos del abuelo Damián, susurrando de fondo. Anegando el silencio. Porque a lo mejor Damián es un cretino, sí, pero también es un hombre sabio, y seguro que sabe que, sin distracciones, a veces las persones tendimos a visitar los callejones más oscuros de la mente.
Así que estaba de buen humor y animado ⸺a lo mejor el champán tuvo algo que ver en ello⸺ cuando me acerqué al mueble para observar la holografía, una que me pareció ver por primera vez, y la voz imperiosa de Damián respondió, como de costumbre, a la pregunta que yo no había formulado.
⸺Nueva Zelanda. Las vacaciones del dos mil veintitrés, si no me equivoco. Ella tenía… ¿qué, diecinueve años? Se pasó el día diciendo que no, que no quería. ¡Ja! Fue escuchar la experiencia del monitor y cambió de opinión enseguida.
La imagen tridimensional era una diminuta copia hecha de luz de mi mujer, o su versión adolescente, para ser más exactos, que iba montada en un ala delta que volaba por encima de un majestuoso valle. El panorama me recordó a la virtuimagen de las paredes del piso de Khalîl, que te hacía creer que estabas en la selva en vez de en un cuchitril desordenado. El hológrafo que proyectaba el recuerdo era como un botón. Instintivamente, una sonrisa acudió a mis labios.
⸺Típico de ella ⸺dije⸺. No ha cambiado nada.
⸺Ah. En este punto te equivocas, Gabriel. ⸺Ya estaba tardando demasiado en corregirme, Don Infalible⸺. Todos cambiamos, a lo largo de nuestra vida. Sea para bien o para mal. A lo mejor aún eres demasiado joven como para mirar atrás y darte cuenta. A mí, por ejemplo, cuando Angela traía algún noviete a casa, me entraban unas ganas locas de echarlo fuera a patadas. Y mírame ahora. ⸺Media sonrisa y cejas arqueadas⸺. Aquí, con mi querido yerno, compartiendo impresiones.
Me noté la garganta seca al tragar saliva. Le respondí con un breve «sí» y luego desvié la atención hacia la mesa, buscando una copa. Angela charlaba con mamà, supongo que sobre cosas de enfermeras, y María Mercedes estaba pendiente de Nía, que martilleaba la alfombra con los juguetes. Dio la casualidad de que Mishi salió contoneándose de detrás del sofá en el mismo instante en el que María Mercedes le habló a la otra abuela para meterse en la conversación, desatendiendo un segundo a mi hijita. La gata despertó la curiosidad de Nía, que se levantó para perseguirla. María Mercedes no se dio cuenta. Yo sí.
⸺Y no solo las personas ⸺siguió Damián, a quien encaré de nuevo por cortesía⸺. También la sociedad, cambia. ⸺Mejor que terminase lo que tuviera que decir; es de esos pesados que no te dejan en paz hasta que no te han bombardeado lo suficiente. A Nía que la controle su abuela, pensé.
⸺Ahá.
⸺Quien me iba a decir que llegaría a ver aviones sin piloto, o pechugas de pollo fabricadas en probetas. Madre de Dios. En fin. Por cierto, ¿te he contado alguna vez que yo nací el año que se inventó el teléfono móvil? ⸺Me lo contaba cada vez que nos veíamos⸺. Tu puede que no te acuerdes, de esos ladrillos de la Nokia. Ahora ya lo lleváis casi todos integrado en el SensWatch, y hasta algunos insensatos se lo han metido en el coco, jodido Neurolïnk de las narices. ¿Es así, como realmente queremos que sea el futuro, eh? ¿Mejor en las manos de las IAs que en las nuestras?
A veces, eso tengo que reconocerlo, el arrogante de mi suegro tiene razón. Sólo a veces. Pero a mi siempre me ha gustado ejercer como abogado del Diablo.
⸺Sí, te entiendo. Lo que a lo mejor la solución no es ni blanca ni negra. Me refiero a que, mientras la balanza se siga inclinando hacia las ventajas y tengamos todos claro que sólo son una herramienta más, no creo que…
Un bufido felino. Una ojeada rápida: Nía con el brazo estirado, buscándole las cosquillas a la gata.
⸺…que debamos tener miedo de que la tecnología pase por encima de…
Una carcajada infantil volvió a reclamar mi atención. Dedos inquietos, bigotes tiesos, garras preparadas. El animal a punto de perder la paciencia. María Mercedes también lo vio, pero siguió hablando.
⸺¡Ja! Veo que no te vas a mojar ⸺interrumpió Damián. Abrí la boca para pedirle un segundo, pero él me atropelló con su juicio⸺. Tan gris como siempre. Espero que tus clases sean un poquito más críticas. La juventud quiere extremos. Quieren sentirse rebeldes la mayoría del…
⸺Damián ⸺lo corté izando un dedo⸺, dame un minuto.
Sin hacerle caso a los ojos abiertos de par en par de mi suegro, empecé a girarme hacia la niña para evitar que terminara arañada y…
No pude evitar el incidente. De hecho, en parte por mi culpa, lo que sucedió poco tuvo que ver con las uñas de la gata, que eran, a mi parecer, el peligro más cercano, el que teNía que ocurrir en cualquier momento. Ya lo dijo Tito Livio, el historiador romano: «El miedo siempre esta dispuesto a ver las cosas peor de lo que son».
Me encontré con la garra de la gata en alto. Asustado, grité un «¡Nía!» seguramente más fuerte de lo que debía, más rotundo de lo que hacía falta. Le di a mi hija un sobresalto sin querer. Mishi también saltó. Y claro, la pequeña reculó de espaldas, el semblante mustio, luego pisó el león de peluche y finalmente cayó hacia atrás. Por suerte, la nuca picó contra la estera. Cuando el llanto estridente de Nía inundó la estancia, nos volcamos todos enseguida a llenarla de atenciones. Angela la abrazó pidiéndole que no llorara, mi madre le examinó el golpe y María Mercedes y Damián los rondaban, mostrando la preocupación justa.
Mi cuerpo se quedó a medio camino entre ellos y la estantería, como si observara una holografía y no la realidad. Temeroso, a lo mejor, de liarla aún más.
Le saldría un buen chichón y mañana ni se acordaría, aseguró Angela. Después de una sesión de carantoñas de las abuelas, como si no hubiera pasado nada. La cogí en brazos y le recordé que era muy, muy valiente. Me acercó la mejilla, se la besé. Con un beso de los que curan. Cinco minutos más tarde, comía alegre una manzana mientras los adultos volvíamos a disfrutar de la fiesta.
Al recoger la mesa, mientras Angela le ponía el abrigo a Nía y se despedía de sus padres, coincidí un momento con mamá en la cocina. Dejé la bandeja en el mármol ⸺la pareja de canapés de paté de zats de siempre en un rincón⸺ y la anciana en la que se había convertido la mujer más empática que he conocido nunca me comunicó que ya había tomado una decisión. En otra ocasión, ya me había contado que unas conocidas de casal ya lo habían hecho. Que eran mujeres nuevas, sin lastres. Necesitaba superar la muerte de papá, ya lo habíamos hablado muchas veces. Pero no imaginaba que pudiera ni siquiera plantearse que la mejor solución a sus problemas pasara por los quirófanos de NecoTimor.
Por eso me quedé sin palabras cuando me dijo que, después de pensárselo mucho, había decidido someterse a la microcirugía que la cambió para siempre. A la operación que le extirpó todos sus miedos en un abrir y cerrar de ojos.
Un par de semanas después, Khalîl y yo estábamos sentados en el banco de detrás de la fuente, donde habitualmente nos situamos para vigilar a los alumnos, y el parloteo con el que pasábamos el rato pellizcó los últimos capítulos de las series de moda, mordisqueó los quehaceres de los políticos nacionales y terminó sirviendo unos postres que no tenia ganas de comerme: ¿por qué me parecía tan terrible que mi madre quisiera arrancarse de la cabeza los temores que no la dejaba vivir en paz?
Excepto los peces gordos de NecoTimor, nadie sabe en que consiste exactamente la cirugía que los folletos coloridos y alegres denominan «fobectomía radical irreversible». Es un secreto muy bien guardado, uno más de esta sociedad que avanza por inercia. Otro del centenar que existen en un mundo globalizado que es capaz de monetizar incluso la experiencia emotiva. No es difícil adivinar porqué la multinacional hará todo lo que haga falta para que continue siendo una incógnita, ¿verdad? Si pudiese viajar en el tiempo, le dejaría claro al señor Orwell que su libro se quedó corto.
⸺Supongo que, no sé… ⸺empecé a conjeturar⸺. Me cuesta aceptar que haya gente que sea incapaz de analizar la causa de sus ansiedades y de hacer los cambios necesarios. Con ayuda profesional, si hiciera falta. Humana o IA, no me importa. Pero creo que todo el mundo debería racionalizar sus miedos y afrontarlos.
Si la mueca que Khalîl me dedicó no era una forma de llamarme iluso, era algo muy similar. Demasiado similar.
⸺Claaaro. Y los Aliados solo tenían que atarse las botas y ganar una guerra.
Sí, tenía razón. Como se suele decir, una cosa es la teoría y la otra la práctica. Puede que la culpa de que a veces sea tan cuadriculado sea de papá. Sin embargo, no estaba dispuesto a concederle la victoria de esa contienda moral.
⸺Va, no me salgas con estas. No tiene nada que ver. Ya sabes como era, mi madre, antes del accidente. Se desvivía por los demás. Siempre con una sonrisa en los labios. Y ahora… Joder, me da coraje admitirlo; es una hipocondríaca solitaria. Sí, de acuerdo, el golpe fue muy duro. Para los cuatro. Pero si yo he podido seguir adelante ella también puede, leñe. No la necesita, la cirugía. En el fondo, es una mujer fuerte.
⸺A ver, Gabriel. Con la máxima sinceridad, eh. Siento decirte que aquí tu punto de vista importa poco menos que una mierda pinchada en un palo. Respóndeme a esto: ¿por qué crees que te lo contó?
⸺Necesita que alguien la acompañe a la clínica. Bueno, y supongo que también quiere saber cuál es mi opinión. De la cirugía, y de los riesgos, y de todo un poco.
Al fin y al cabo, soy casi un especialista en la cuestión. Cuando mi hermano Sari pridió un crédito para hacérsela, reuní un montón de información sobre el proceso y cada vez que nos veíamos le arrojaba los inconvenientes a la cara. Hacía más o menos dos años que NecoTimor había abierto una clínica en la ciudad, y juraría lo que fuera que él fue una de los primeros incautos que pasó por su quirófano. Al cabo de unos meses, cuando Nur quiso imitarlo, hasta busqué pacientes descontentos, tanto por Internet como a través de la Neuromësh. No encontré muchos. Dio igual, ni me quiso escuchar.
⸺Estoy seguro de que ya la sabe, tu opinión ⸺me garantizó mi amigo⸺. ¿Y la de veces que os peleasteis, cuando lo hizo tu hermano? Míratelo de otra forma: tu madre lleva mucho tiempo planteándose la posibilidad. Seguramente, des de que a Sari le salió bien. Con las angustias murmurándole de cerca y las inquietudes lastrándole las espaldas, no le debe de haber resultado nada fácil tomar una decisión. Y, aunque sabía que no estarías de acuerdo, la tomó. Y pensó que tenias que saberlo. ⸺Hizo una pequeña pausa. Su argumento tomo forma en mi cabeza⸺. A mi lo que me parece es que está perdida en un agujero de lo más profundo. Y que las paredes resbalan cuando intenta salir. Si lo tiene tan claro, Gabriel, puede que sea porque se ve incapaz de encontrar cualquier solución que no sea esta. ¿No crees?
Me mordí el labio para no dejar que mi lengua prosiguiera con el diálogo sin que mi cerebro le hubiera dado antes al asunto un par de vueltas. No lo había visto desde ese ángulo. Que idiota por mi parte. Pues claro, que mamá conocía mi opinión. Por supuesto, que sabia que todas las cirugías tienen un riesgo. ¿Qué no la había visto llorar y morderse las uñas mientras los médicos intentaban salvar a papá? ¿Acaso había olvidado el sufrimiento que reflejaban sus ojos mientas el laser y los nanobots y el resto de milagros tecnológicos trasteaban el tronco del encéfalo de sus dos hijos?
Fue Spinzoa, quien dijo que el miedo y la esperanza son emociones contrarias. Que la primera es una tristeza inconstante y la segunda una alegría inconstante. Afirmó también que los sentidos pueden engañarnos. Que por eso las personas tenemos que preservar, por encima de todo, el ser racional. Le costó bastante, pero finalmente papá consiguió que me lo aprendiera de memoria. Descartes, Liebniz, Pascal. Aún puedo escucharlo recitar El Discurso del Método, con su voz fría y tenaz, como un martillo en la fragua.
Tengo el libro esculpido en la mente. Y tantos otros. Supongo que no seré nunca capaz de juzgar las cosas sin apoyarme en los muros que me sostienen y que, a la vez, me limitan.
⸺No lo sé ⸺le respondí, incómodo⸺. A lo mejor tienes razón. Que mis hermanos lo hiciesen me molestó, ¿sabes? Pero con ella es diferente. No es que esté enfadado, es más bien… Como decepción. Y preocupación, también. Estoy preocupado, claro que lo estoy. Sí, las probabilidades de que la operación vaya mal son casi inexistentes, lo sé, pero como a veces me explica Angela, por muy bien calculado que esté el protocolo anestésico, puede…
El alarido de una de las alumnas truncó mi frase de sopetón.
Las veíamos des del banco. Un grupito de chicas, donde la mesa de ping-pong. Dos de ellas, en medio del embrollo, se tiraban de los pelos mientras se insultaban y se escupían. Las demás chillaban a su alrededor. Pasaba bastante a menudo; cuando trabajas en un instituto, sabes que en cualquier momento el fuego de la adolescencia los puede hacer entrar en erupción.
Después de separarlas, les reprendimos su actitud, y cuando les preguntamos por el motivo de la pelea nos dieron dos versiones de la misma causa, las dos tan ridículas como inmaduras. El resumen, rebajado el tono, quedaría tal que así: es idiota, le envía corazones a mi novio por redes sociales ⸺¿MeetChick? ¿Hotty? ¿WishTop? Una de esas sería⸺, se piensa que es la reina de clase, no puedo con ella. La que a mí me tocó sermonear, creo que se llamaba Vega, llevaba una chaqueta iridiscente de esas que estaban de moda, mechas lilas y sombra de ojos metacrómica, ahora-verde y ahora-rosa y ahora-azul.
La mente decidió jugarme una tastada mientras la reprendía. Supongo que el rostro de la chica se parecía al de mi esposa, pues sin darme cuenta del cambio quien de repente tenía delante era Angela. Fue solo un segundo, un pensamiento efímero, pero el estímulo fue suficientemente desgarrador como para que se me amontonaran encima todas y cada una de las disputas que me habían amargado los breves momentos que, desde que ella había vuelto a hacer guardias después de la baja maternal, pasábamos a solas.
Sospecho que todos los adultos sabemos que, para definir los sentimientos, la mayoría de las veces las palabras fallan. Pese a eso, voy a intentarlo: me aterrorizaba que llegara el día en que Angela decidiera no seguir adelante, que pensara que nuestra relación había pasado a ser una obligación, una ancora que no la dejaba zarpar del puerto en el que se había amarrado. Porqué la quería a mi lado, porqué creía en nuestro vínculo. Pero sobre todo porqué me daba mucho miedo que se fuera y se llevara a Nía. No quería quedarme solo.
Doy por hecho que aquél deseo, a partir de entonces, provocó que riñese a la joven con menos severidad de la que merecía, y que el castigo que le terminé imponiendo fuera, según las posteriores palabras de Khâlil, «tan soso que si perdía las comas quedaba en nada». Podríamos decir que sí, que acabé cediendo. Como acostumbraba a hacer con Angela. Por absurdo y enmarañado que sea, imagino que pensé que aflojar-lo me haría sentir un poco mejor, menos culpable. Menudo cateto, por favor. A medida que pasan los años, uno se da cuenta de que el escritor Stefan Zweig tenia razón: no hay culpa que se olvide del todo mientras la consciencia se acuerde de ella.
Pasé lo que quedó del día con la cabeza nublada y una sensación desagradable, por suerte leve, habitándome las entrañas, como si estuvieran atadas con un nudo de esos que ni el que lo ha hecho puede siquiera aflojar.
Diría que estaba leyéndole los ingredientes de los Oylidisk a Nía cuando el timbre de casa de mamá sonó, el mismo tono ramplón de siempre. El fantasma de los bramidos de papá me visitó brevemente: «¡Que alguien abra la puerta, coño!». Arrastradas las zapatillas hasta el recibidor, mamá retiró el pestillo y acto seguido Sari y Jackie irrumpieron en la sala con sus abrigos peludos llenos de hebillas y sus botas amarillas de plastyglûm. Y una actitud más propia de cantantes famosos que de una pareja que llega, más de media hora tarde, a la casa de una viuda para conmemorar, si es que puede llamársele así, el quinto aniversario de la muerte de su marido. No quisiera exagerar, pero tampoco restarle fidelidad a mi cónica: fueron irreverentes durante los saludos, continuaron siéndolo mientras poníamos la mesa y demostraron hasta que punto se puede exprimir el significado de la palabra mientras comíamos, ambos soberbia encarnada.
Siguiendo el consejo de Angela, que acostumbraba a recordarme que aunque fuera un arrogante seguía siendo mi hermano pequeño, inspiré un soplo de paciencia y, aprovechando que mamá le detallaba a Jackie la receta de los canelones de berenjena, le pregunté a Sari como estaba, como le había ido todo desde la última vez que nos habíamos visto. Si no me equivoco, había sido hacía meses, cuando mamá cumplió los setenta.
⸺Bien, bien ⸺me dijo justo antes de meterse el tenedor en la boca. Se tomó su tiempo para masticar. Seguro para ponerme a prueba. Le chifla, ponerme a prueba⸺. Ya sabes, no paro. Desde que firmamos con SensTech que el trabajo se ha triplicado. Ya te lo había dicho, ¿verdad? Por supuesto. Y nada, la semana que viene lanzamos la beta de una nueva aplicación. Si llegamos, que Will dice que no, pero yo creo que sí. En fin, que tirando. Ah, ¿y te acuerdas de que teníamos planes para pasar la Navidad en París? Pues al final nada, dos días antes del vuelo nos dio por cambiarlo y nos fuimos a Trondheim a la aventura, sin maletas ni nada. Está en Noruega, ¿lo sabías? Mira, es acordarme de la aurora boreal y ufff. ⸺Se subió la manga un poco⸺. Todos los pelos de punta, ¿ves?
Tuve que inspirar soplos de paciencia varias veces durante la comida. Me importaban más bien poco, su exitosa empresa de software y sus viajes improvisados y sus intensas vivencias de bohemio. Lo que quería era saber como se sentía. Qué le susurraban las neuronas al respirar la nostalgia de ese piso, o cuando el tacto estucado de las paredes lo devolvía a la infancia, al pasado que habíamos compartido bajo ese techo.
La servilleta de Sari cayó al suelo. Él retiró un poco la silla para recogerla. Ya que estábamos sentados uno frente al otro, cuando se agachó le vi todo el cogote. Me pareció que la calvicie le había empeorado. Progresaba rauda, como la de papá. En ese vistazo, sin quererlo, vislumbré la diminuta cicatriz, apenas un puntito difuminado, que marcaba el sitio por donde había entrado la fina aguja. Justo en medio, donde el bregma. Se ve que, del procedimiento, es de lo poco que te cuentan antes. Apreté las muelas mientras unos nanobots imaginarios se me colaban en la cabeza y la trasteaban.
Mamá había comprado bizcocho en la pastelería de la esquina, uno de los pocos establecimientos del barrio que aún no se habían sometido a las mieles ⸺rancias⸺ de lo que el ayuntamiento calificaba de progreso. En los demás locales, solo estantes llenos y lectores de SensWatch en los accesos. Me sabe mal admitirlo, pero han conseguido vendernos que comprar es tan fácil y natural como respirar. No quiero ni imaginarme la sociedad en la que tendrá que vivir Nía el día en que… En fin, que por suerte en la pastelería aún había gente detrás del mostrador, y no IAs. Entretanto lo cortaba, mamá nos aseguró que cuando éramos críos lo compraba todos los domingos y que nunca conseguía servirla entera al final del festín. Ni Sari ni yo nos acordábamos. No obstante, al llevármelo a la boca, la memoria rescató el baúl donde aquel sabor había navegado a la deriva durante casi tres décadas y pude certificar lo que había dicho mamá. A mi hermano pequeño debió de pasarle algo muy similar, pues a partir de ese momento relajó su semblante almidonado. También empezó a medio sonreír cada vez que alguien nombraba a papá.
En los platos solo quedaban las migas en el momento en el que la IA que regentaba el piso decidió correr las cortinas y encender la luz del comedor. De repente, mi SensWatch vibró. ¡Casi me había olvidado! A continuación, pedí la atención de los presentes y dejé el aparato sobre el mantel de flores, el de los días especiales. Un zumbido, un fulgor pixelado y en un abrir y cerrar de ojos apareció la pecosa cara de Nur con su sonrisa característica. Gracias al holograma, y aunque realmente estuviera a kilómetros de distancia, mi hermana asistió a la reunión familiar.
Tuvo que levantarse temprano para la holollamada. Ahí, en Anchorage, el sol justo empezaba a asomar la nariz por el horizonte. Si tenia sueño yo no se lo noté. Ahora que lo pienso, estaba acostumbrada a madrugar. No para los ensayos con la orquestra, que eran al ocaso, sino porque las rutas turísticas empezaban a las 8 A.M. Tenia que estar lista a esa hora, pues poco andaría el grupo sin la guía. Los americanos llevan otro tipo de horarios, aquí somos más mediterráneos. Para todo.
Apenas la habíamos saludado que mamá ya le estaba preguntando si se abrigaba lo suficiente, si comía bien y si necesitaba algo.
⸺Pues va a venir un nuevo director ⸺nos puso luego al día⸺, uno que ha estado en Praga y Berlín, dicen. Y Kayleth lo deja. Según Ron, para pasarse a cinematic composing. Oh, y a Meredith le dieron el alta hace poco, y ya le dijeron que vida normal, así que me la llevé a hacer mushing un finde. Estuvo muy bien. No voy a tardar mucho en pedírselo, supongo. Estoy segura de que lo nota. A veces la he pillado mirándome, y… ¡Ai, no sé! ¡Qué vergüenza! ¡No me mires así, mamá!
Flipó al ver a Nía tan espabilada. Sacó a Sari de sus casillas, como hacía cuando éramos pequeños. Charlamos un rato, reímos. Reconstruimos entre todos los recuerdos de papá y revivimos los buenos momentos, aquellos que el presente a veces no nos deja saborear y que, observados en retrospectiva, provocan un tipo de nostalgia tan dulce como el postre del convite.
Antes de despedirse, Nur se dirigió a mamá. Pensé que quería darle ánimos para la operación. Las analíticas salieron bien y sólo quedaban un par de semanas para el día agendado. Mi posición era tan inmutable como al principio, pero por culpa del trabajo y de los problemas de pareja ⸺una bola de nieve que no paraba de crecer⸺ el tiempo que había podido dedicar a intentar convencerla para que renunciara se había visto reducido a cero. Así que ella seguía convencida de que la cirugía era el mejor camino. Supongo que, precisamente por eso, cuando Nur le confesó que nos había engañado su determinación se quebró un poco.
No se había sometido a la intervención. No le habían quitado los miedos. Aún estaban ahí, en el rinconcito oscuro donde las había ido almacenando durante el trascurso de su vida. Nos explicó que mintió para que creyéramos que seria capaz de sobrevivir sola en la otra punta del mundo. Para que la dejáramos volar sin compadecernos de ella.
No fue hasta más tarde que tomé consciencia de un hecho: mi hermana tuvo una fuerza para hacer lo que hizo que supera de largo la que todos creímos que, gracias a la intervención, poseía. Ella lo mantuvo en secreto porque quería que estuviéramos seguros de que superaría cualquier tropezón sin problemas. Porque nos quería libres de preocupación. Supusimos que necesitaba la cirugía para perder el miedo a empezar de nuevo, lejos de casa. Pero no, era ella quien tenía miedo. Éramos nosotros.
Ya desde la cama, mi mente y yo fuimos concatenando aquel episodio familiar con los siguientes, soñando despierto en lo que las cosas hubieran podido ser si esa mariposa no hubiese batido sus alas. Todo quimeras. Elucubraciones de un hombre que es incapaz de ponerse en el sitio de los demás, de aceptar que cada uno lucha contra sus monstruos como puede.
A la mañana siguiente, mamá me hizo una holollamada. No me resultó nada fácil bajarme del burro y decirle que sí, que iba a acompañarla a la clínica.
En los trípticos, no parecía un lugar tan frío. Era blanco y gris, alguna que otra salpicadura negra muy de vez en cuando. Moderno, sí, pero demasiado sobrio. Frívolo, incluso. Tenía un aura como de vacío estéril que más que en un sitio donde prolongaban la salud hacía pensar en uno donde la reducían, donde la podaban hasta que solo quedase el núcleo, el ombligo, el germen, la indispensable y nada más, nada de anejos ni complicaciones. A nadie le gustan, las complicaciones.
Llegamos unos quince o veinte minutos antes, en parte porque a mi madre nunca le ha gustado hacer esperar a los demás, pero sobre todo por culpa de las pastillas. De su efecto, mejor dicho. Le habían recetado unos ansiolíticos de nueva generación porqué, como muchos otros pacientes que tenían que afrontar una fobectomía, temblaba solo de pensar en agujas y anestesia. Ella, que ha trabajado treinta y ocho años de enfermera. Que ha visto cosas no apropiadas para estómagos sensibles. En fin, que el fármaco consiguió su objetivo…. y no se detuvo ahí. La semana anterior había tenido somnolencia, debilidad muscular y la inoportuna sensación de esta flotando en una nube. Se sentía como si estuviera hecha de gelatina ⸺así me lo describió ella⸺, y por lo tanto prefirió salir de casa con desmesurada antelación. Por si al final me tocaba arrastrarla hasta el edificio.
De quince que había, solo tres sillas de la sala de espera estaban libres. Media docena de rostros amodorrados y sus acompañantes. Miradas perdidas más allá del suelo, donde las baldosas plateadas resistían con firme estoicidad la insistencia rítmica de mi talón.
Con una puntualidad mecánica, apareció una IA, deslizando sus circuitos recubiertos de neoplásticos hasta detenerse delante de mamá. Ella apenas reaccionó mientras la voz plácida del ordenador le soltaba una verborrea sobre obligaciones, deberes, derechos y consentimientos. Solamente acercó su iris oliváceo al escáner cuando se lo solicitó y luego garabateó en la pantalla cuando fue necesario. Al cumplir su labor, la IA propinó un «síganme, por favor» y desapareció tras una esquina.
⸺Vamos, mamá⸺. Me juego lo que sea a que soné resignado, pero ella no se enteró. ⸺Te ayudo a llegar hasta la sala de preparación. Cógete aquí ⸺le ofrecí mi brazo.
Resulta por lo menos curioso que, al recordar aquel pasillo, me viene siempre la imagen de un túnel muy largo, interminable. Seguro que había luz, seguro, pero lo evoco cargado de sombras. Poco más me atrevería a decir sobre el trayecto que dejé a medias, aparte de que el peso de mamá atenazaba mi antebrazo. Como si sus fobias acumulasen densidad e intentaran amotinarse, igual que un buey al verse de camino al matadero.
Y en algún momento de aquel recorrido desvié mi atención a la izquierda. Fue breve, una diminuta fracción de segundo, pero fue suficiente para que los oxidados engranajes del subconsciente pusieran en marcha la máquina del tiempo que todos tenemos dentro del cráneo.
Otra habitación, muy similar a aquella.
El olor fresco del jarrón de margaritas que mamá cambiaba cada semana.
Las cortinas, lilas y suaves, aleteando gráciles cada vez que alguien abría la ventana.
Su reloj de pulsera favorito, ahí encima de la mesilla, tic-taqueando la cuenta atrás.
Nuestras esperanzas extinguiéndose.
Como los latidos de su corazón.
A los animales, cuando les ataca un temor, la fisiología les hace escoger entre cuatro reacciones: hacerse el muerto, someterse a la amenaza, pasar a la ofensiva o huir con el rabo entre las piernas. Los humanos, en teoría, somos capaces de racionalizarlo y enfrentarnos a él. Sin embargo, por muy lógicos que seamos, en muchos aspectos seguimos siendo animales. Supongo que fue por eso por lo que, cuando me dio el ataque de ansiedad, escogí la cuarta opción y dejé sola a mamá.
Yo, una maraña de adrenalina y pánico.
Ella, un silencio acusador más y más lejano.
Spinoza me juzgaría doblemente miserable, puesto que me arrepiento de lo que hice.
Estaba calzando a Nía, que le hacía más caso al peluche de león que a mí, cuando de golpe se me hizo patente que mi pequeña ya no era tan pequeña; los zapatos le iban justos, los dedos apretaditos en la punta. Mientras se los sacaba convoqué a mi mujer.
⸺¿Angela? ¿Puede ser que los zapatos negros que le regaló tu madre ya no le sirvan?
⸺Sí, amor, podría ser ⸺ratificó des de la cocina. Ella los bocatas, yo la niña⸺. Ya hace cuatro meses que los lleva. Son un veintitrés. Tenemos las nuevas, las de los ositos, ¿recuerdas?
⸺Sí. Voy. Están aquí, en el recibidor, ¿no?
⸺Donde las dejé, sí. El tuyo es el de chóped de siqui-sapa. El del cuscurro, ¿vale?
⸺Genial. ⸺Nía rugió al acercarme el peluche a la cara⸺. ¡Uau! ¡El león, sí, el león! Iremos a verlo, a león. Tienes muchas ganas, ¿verdad?
Me enseño sus dientecitos con una sonrisa, articulando un «xi» angelical.
⸺Y también a los monos, a los elefantes, y a los búhos. A ver, Nía: ¿qué hacen los búhos?
En esa ocasión fui yo quien sonrió cuando un par de ululatos resonó por el piso.
Tan pronto como terminé de vestirla, la dejé campar por el comedor para que se entretuviera un rato y eché una mano a Angela con las mochilas. Entre nosotros, las cosas habían ido mejorando a partir de la operación de mamá. Ese día, volví a casa hecho un ovillo de nervios y lloré y lo solté todo, vacié mi alma. Lo había retenido ahí dentro, había permanecido enquistado hasta entonces. Así que, cuando la corteza se quebró y el icor empezó a brotar, el dolor reclamó su protagonismo. Y yo se lo concedí. Hacía mucho tiempo que no lloraba.
Si papá lo hubiese visto, lo habría encontrado lamentable. Pero me da igual. Ahora me importan los vivos. Mi mujer, mi hija, mis hermanos. Mi madre.
Fue todo bien, muy bien. Sí, cada día que pasa sigue ascendiendo por la colina de la senectud, como todos tenemos que hacer, pero su mente se ha liberado de una de las peores prisiones existentes, las internas, y se lanza a hacer, intrépida, todo aquello que su cuerpo le permite hacer. Tardó solamente dos días en asimilar el mundo des del nuevo prisma, cinco días en apuntarse a la residencia, ocho días en pedir hora al psicólogo para sobreponerse a la muerte de papá y doce días en hacerse un tatuaje en el brazo que rezaba In omnia paratus.
De hecho, aquel mismo sábado en que Angela y yo llevamos a Nía al holozoo, mamá estaba en la Índia desde hacía ya unos días, disfrutando de una escapada cultural que había organizado junto a tres amigas recientes, también operadas como ella.
Por eso me quedé sin aliento cuando, justo antes de salir del piso, el SensWatch me avisó de una llama entrante que procedía de la agencia de viajes.
El funeral se ofició una mañana lluviosa.
Por encima de ese silencio trágico que pretendía engullirlo todo solo quedaban el bisbiseo del cura, que recitaba el réquiem con voz de barítono, y el repiqueteo de las gotas en los cristales, arrítmico, tan caótico como el mundo donde nos ha tocado vivir. A cada lado del altar, ramilletes de claveles. Un dolor de cabeza incipiente me incordiaba hacía rato, des del principio de la ceremonia. La tormenta, supongo. Por suerte, aunque me habían guardado un sitio delante, permitieron que me sentara en uno de los bancos de las últimas filas, por si la cefalea empeoraba y tenia que ausentarme un momento.
No fue corto el rato que me abstraje del sermón para reflexionar por mi cuenta. A algunos humanos no nos basta una existencia, así que hemos supuesto otra indemostrable, ajena a las ataduras físicas y supeditada al criterio divino. Si hemos sido buenos, merecemos reposo. Si no, merecemos un castigo. Parece sencillo a la par que justo. No obstante, ¿y si al final resulta una mera suposición? ¿Quién es el que dictamina qué es bondad y qué no lo es? Y no sólo eso; ¿qué motivo tiene para hacerlo?
⸺Quiera Dios acoger el alma de Juana en su Santo Reino ⸺dijo el sacerdote⸺. Que su santa gracia la proteja. Que su amor la arrulle eternamente. Que descanse en paz. Ave María Purísima. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Un lánguido «amén» se alzó unánime, el punto final de una multitud de cosas.
Las abordaron en un sombrío callejón, en pleno anochecer. Volvían al hotel. Eran tres chicos jóvenes. Solo dos de ellos llevaban cuchillo. Al principio les dieron pena, y les entregaron los SensWatch sin rechistar. Una de ellas hasta les dio la cámara de holografías. Pero entonces los chavales les pidieron más, y ella se envalentonó y…
Un contrabajo empezó a lamentarse en los altavoces. No me di cuenta de que los demás asistentes se habían empezado a levantar porqué estaba distraído, meditando sobre las heridas que provoca en uno la muerte de un ser querido, y por eso no la vi hasta que su huesuda mano me tocó el hombro.
⸺Vamos, Gabriel.
Mi madre derramó un mar de lágrimas por su amiga, tenía los ojos rojos. Al cruzar nuestras miradas, a parte de pena, en sus facciones descubrí un cansancio pétreo que enseguida sustituyó por gratitud.
⸺Esta vez sí que me has acompañado hasta el final, eh ⸺me soltó con ironía. Consiguió hacerme sonreír.
Cuando fuimos a buscarla al aeropuerto, todo fueron abrazos y condolencias. Había conocido a Juana hacía escasamente un mes, pero la amistad había surgido entre ellas enseguida, una flor que gozaba de buena salud. Fue una experiencia traumática, para mamá. Cuando unos días después de su regreso le pregunté por qué deambulaban por ese lugar tan peligroso a tales horas del ocaso me contestó con una tranquilidad abrumadora:
⸺¿Peligroso? ¿Por qué dices que era peligroso?
Posteriormente, esa misma noche, la peor y más insondable de las angustias me arponeó el pecho. Me destroza por dentro tener que aceptar que lo que le hicieron a mamá no se puede revertir.
Con todo, tenemos que seguir adelante porqué no sabemos donde está la última parada y es mejor llegar a ella con las maletas llenas de júbilo que de miserias.
Mientras nos alejábamos del tanatorio e íbamos hacia el coche, chachareamos sobre varios temas. Mi trabajo, su nuevo sofá, las sesiones con el psicólogo. No sabría decir si fue la suerte, quien quiso que la difunta no fuera ella, o cualquier otro poder ingobernable, pero le estaba tan y tan agradecido al factor responsable que me había propuesto aprovechar cada segundo que pasara a su lado. Así que sí, salía de un funeral, pero mentiría si dijera que estaba triste. Hacía años que no sentía una alegría como la que anidaba en mi interior. En parte, porqué había resuelto algunas de mis preocupaciones. Pero también porque había aprendido a aguardar a que fueran las cosas buenas, y no las malas, las que se me echaran encima.
Por muy insólito que pueda sonar, estoy seguro de que durante las exequias no pensé en mi padre en ningún momento. Si lo hubiera hecho, hubiera sido para recordar su actitud servicial, sus cálidas manos, el color ambarino de sus iris. Él, entonces, hubiera carraspeado y me hubiera citado al autor de Fausto, uno de sus favoritos.
⸺Goethe dijo que tenía encadenados y alejados de la comunidad a dos de los mayores enemigos del hombre, hijo. Uno era el miedo. El otro, la esperanza.
Y entonces yo hubiera replicado, solícito:
⸺¿Acaso no choca eso con el conatus de Spinoza, papá? Él dijo que todos tenemos una fuerza que nos empuja a resistirnos ante la destrucción. Que hace que nos esforcemos cada día para seguir existiendo, para seguir viviendo.