LO QUE MÁS ATORMENTA A UN HOMBRE
Abro cuidadosamente el pequeño bote de hierbas que tanto me ha costado encontrar y pongo unas pocas en un sobre de té. Caliento el agua de la tetera en el fuego de la cocina hasta llegar al punto de ebullición, o quizás no se hace en este orden, no tengo mucha experiencia en esto de las infusiones. Habré visto a Yolanda preparárselas miles de veces, pero nunca presté demasiada atención en los detalles, creo que hay que dejar un rato el sobre dentro, con el hilo por fuera. Recuerdo como lo exprimía, apretando con el hilo dando vueltas al sobre en la cucharilla, mientras miraba las noticias en la televisión, con esa pericia natural de quien hace lo mismo todos los días. Nunca me ha gustado ver la tele mientras bebo o como, pero observar cómo lo hacía ella me resultaba agradable.
Entro en la habitación, dejo tetera y taza junto al portátil y miro el reloj, ya es la hora. Abro el Zoom y me arreglo el pelo i la camisa al verme conectado, antes de entrar en la sala del grupo; siempre es bueno causar buena impresión, o no, no sé por qué me preocupo de estas cosas precisamente ahora. Ya van entrando...
Hola, hola, ¿me escucháis? sí, te escucho, hola, yo también, no tienes el micro conectado, espera, ahora ya os oigo, yo también os oigo, pero no os veo, ah, ahora sí.
Los tres tienen el mismo paisaje de fondo, me fijo. Como se hacía esto, ah sí, aquí debajo a la izquierda, en cámara..., ya está, ahora estamos todos junto al mar, aunque resulta curioso, su fondo no es igual al mío.
Bien, ahora contaremos nuestras historias, empiezo yo misma. Me llamo Mariam, vivía en un pueblo a unos cien kilómetros al sur de ciudad, donde el desierto se encuentra con el mar. El comando de soldados extranjeros entró en casa tumbando la puerta, no entendía nada de lo que gritaban, pero de vez en cuando decían alguna palabra en nuestro idioma, «dónde están los hombres», no paraban de gritar, «los hombres dónde están», mientras entraban en las habitaciones hasta que llegaron al comedor donde estaba mi marido con su hermano. Al oír todo aquel revuelo, mi cuñado se descolgó la escopeta de caza que siempre llevaba al hombro… Lo abatieron disparando nada más entrar en el comedor y verlo armado, con precisión, sin dudar.
Mariam deja de hablar haciendo esfuerzos por no llorar, pero no puede evitar que le tiemble la barbilla. Mira hacia su derecha. El hombre en el recuadro de al lado levanta la mano, no debe saber que normalmente se pide la palabra con la mano azul del Zoom.
Me llamo Mustafá, recuerdo que estaba de rodillas en el suelo con las manos detrás de la nuca y el cabo apuntándome con el fusil. Se abrió la puerta y entraron los otros dos en la habitación sujetando a mi mujer. Empezaron a chillarme, «dónde están las armas», haciendo gestos con las manos en forma de pistola. Yo les decía que no sabía nada de armas, que sólo teníamos una escopeta para cazar, como casi todo el mundo en el pueblo, pero no me entendían y empezaron a golpearla delante de mí. La cosieron a patadas cuando cayó al suelo mientras no paraban de repetir continuamente «las armas donde están». Les imploré que pararan, pero no me comprendían y hacían gestos de disgusto cuando les hablaba, como si no les gustara el tono de mis palabras, o quizás no les gustaba escuchar nuestro idioma. Cuando ella dejó de quejarse, uno de los soldados se agachó palpándole el cuello con dos dedos y miró al cabo negando con la cabeza. La mataron a golpes, delante de mí, la mataron…
Mustafá guarda silencio y agacha la cabeza. Se le ve abatido y se escucha su respiración profunda. Poco a poco se va recuperando hasta que levanta su rostro barbudo, medio sonriendo, como diciendo: ya está, no os preocupéis por mí. Ahora habla la chica, pero se la oye muy lejos...
Hola, ¿me oís? disculpad, tenía el micro apagado... Soy Fátima. No pude contener el grito al ver cómo aquellos hombres armados dispararon a mi padre cuando intentaba huir de casa. Me había escondido fuera, en el viejo coche que teníamos, consciente de lo que me esperaba si me encontraban. El soldado que mandaba giró la cabeza e hizo un gesto a los otros dos para que fueran a mirar. Abrí la puerta del coche para salir corriendo del escondite, pensando que no me atraparían, cargados como iban de ropa y armamento, o quizás también me matarían de un disparo y podría ahorrarme el infierno, pero no tardaron en pillarme, estaban bien entrenados. Me arrastraron hasta la habitación de mis padres, y allí dentro, ellos dos y yo, allí dentro...
Fátima calla, se la ve serena mirando la cámara con esa seguridad de quien se ha endurecido, de quien no llora porque ya no le quedan lágrimas. Me saco las gafas un momento y me froto los ojos como cuando era pequeño. Yolanda siempre me lo decía, que no lo hacía con los dos dedos de la mano como todo el mundo, sino restregando los dos puños cerrados, como los niños. «Esto no lo hacen los adultos, no seas criatura», reía.
Es mi turno.
Me llamo Robert, buscábamos a unos terroristas que inteligencia nos había asegurado que estaban en ese poblado. El sargento nos dividió en pequeños grupos para registrar las viviendas. Hacía dos días que cuatro compañeros de la treinta y dos cayeron en una emboscada en una misión similar y estábamos todos muy nerviosos; íbamos bastante fumados, era la única manera de aguantar aquello. Nosotros éramos tres, yo era el cabo, di la orden de hundir la puerta y entramos en la casa y… entramos y...
Lo siento, no tengo fuerzas para los detalles, sólo puedo decir que después de los primeros disparos la situación se nos fue de las manos. Los matamos, a toda la familia, tres adultos y una chica de unos quince o dieciséis años. No eran terroristas, en el fondo lo sabíamos, no teníamos ninguna justificación para cometer aquella barbaridad, lo hicimos y no sentimos nada... no sentí nada.... ¡no hice nada por impedirlo!
No puedo continuar, me viene a la cabeza aquella frase del Gran Torino, ¿cómo era? lo que más atormenta a un hombre no es lo que le obligaron a hacer, o algo así[i]. No les he dicho que el día antes de la misión recibí el certificado de la solicitud de divorcio de Yolanda. Era consciente de que estaba cansada de mis ausencias cuando me movilizaban y, también, de cuando estábamos juntos, encerrado dentro de mis remordimientos. Pero la última vez, antes de volver a destino, le levanté la mano en una discusión que ya no recuerdo ni de qué iba, y me cogió miedo.
Me hace reaccionar que Fátima me pide que desactive el modo cuadrícula para que la vea en formato grande; después mueve su cámara hasta mostrar también a Mariam y Mustafá, están sentados en una amplia mesa, en una terraza junto al mar, separados, ahora caigo, para evitar que se acople el sonido de los portátiles.
Te esperamos, sólo tienes que traspasar la puerta. Nosotros ya lo hicimos hace tiempo.
Asiento y desactivo la cámara. Abro la tetera, exprimo el sobre cómo hacía Yolanda, lleno la taza y me bebo la infusión poco a poco, cerrando los ojos; noto cómo mi cuerpo se relaja, dejándome llevar por la sensación de somnolencia, i noto como poco a poco me desvanezco. Aún los escucho hablar, no se han dado cuenta de que no he salido de la sala del Zoom.
¿Crees que vendrá? creo que sí, yo también, ¿y tú qué piensas? estoy segura de que vendrá.
Abro la puerta de la terraza y allí están, esperándome a orillas del mar. Nos abrazamos, nos acariciamos los rostros y lloramos juntos. «Mirad, ya vuelve el tío del paseo», dice Fátima. Me vuelvo y veo acercarse a un hombre que lleva una escopeta de caza colgada en el hombro.
[i] De la película Gran Torino, dirigida y protagonizada por Clint Eastwood.
Fragmento de diálogo entre el Padre Janovich y Walt Kowalsky:
- Padre Janovich: ...He visto a muchos hombres confesar sus pecados, hombres a quienes en la guerra les ordenaron hacer atrocidades y que ahora viven en paz….
- Walt Kowalsky: Lo que más atormenta a un hombre es lo que no le ordenaron hacer.